miércoles, 14 de diciembre de 2011

El cambio del régimen. El estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa de abril a julio de 1975. Segunda Parte.

Dictadura de excepción», Pablo Harri)
«Al margen de la asimilación o no de las respuestas violentas individuales o minoritarias al terrorismo institucionalizado, al margen de la corrección o incorrección política de la violencia separada de las masas, que son problemas que tienen su propio análisis en su lugar concreto, la verdad es que, en general, las acciones de ETA-V han tenido siempre unos objetivos seleccionados acogidos por la opinión popular con, por lo menos, un respiro de alivio al margen de las consideraciones políticas precisas: Manzanas, torturador tan conocido que ha sido admitido así por compañeros suyos de la policía destacados en Guipúzcoa; Carrero Blanco, cuya biografía es un reguero de violencia y represión sañuda contra sus adversarios de cualquier color e idea, uno de esos típicos «animales de violencia» que paren estos regímenes monstruosos; el inspector Morán, que se jactaba públicamente, él y algún miembro de su familia, de haber liquidado a Txikia (Eustaquio Mendizábal) en una trampa; Díaz Linares, muy conocido torturador de San Sebastián, especializado por no se sabe qué oscuros resentimientos en maltratar a universitarios; el subteniente de la Guardia civil de Mondragón conocido como «el chino», de quien el propio ayuntamiento de Mondragón había pedido el traslado por su reconocida brutalidad; el cabo de la Guardia civil, de la brigadilla de información, Posadas Zurrón, otro maniático que disfrutaba haciendo sufrir; o confidentes de la policía y Guardia civil que, como Arguimberri y Elejalde, por dinero y odio habían enviado a la cárcel para decenas de años a numerosos luchadores vascos. ¿Qué persona decente podía, en esas condiciones, asustarse por las acciones de ETA-V? En cambio, millares de personas honradas se vieron con los brazos en alto, contra la pared, amenazadas por metralletas listas para disparar, golpeadas por tener el carnet de identidad caducado ¡por dos días!; contemplaron cómo sus novias y mujeres eran manoseadas en público, con una mano del «agente del orden» recorriéndolas  mientras encañonaban con la otra a su acompañante.»


Éxito policíaco relativo, fracaso político absoluto.

La dictadura, que crea excepciones a su misma excepcionalidad, plantea su intervención violenta en Euskadi de abril a julio de 1975 como una operación policiaca y como una operación política. El éxito de la operación policiaca conviene observarlo en dos planos. Si por éxito se entiende anegar un país en policía y crear un ambiente de terror, con las calles vacías, las noches abandonadas por los habitantes, el nerviosismo y el temor colectivo, las prisas por llegar al domicilio, a un domicilio que no ofrecía tampoco seguridad pues en cualquiera y con cualquier pretexto entraban los policías y a la menor demora derribaban la puerta; si el propósito, objetivo y fin de la operación, era demostrar la brutalidad del sistema y significar que esa brutalidad lo alcanza todo y alcanza a todos, salvo la minoría en el poder, la operación policiaca fue un éxito.

Si por el contrario, la operación planeaba desmontar las organizaciones clandestinas, tanto ETA-V, que era el pretexto aireado, como las demás, las organizaciones obreras y de masas, la operación policiaca no alcanzaba ninguna meta notable. En pleno estado de excepción se organizaron jornadas de lucha con respuestas calificadas; mucho más calificadas contempladas dentro del cuadro descrito y las condiciones creadas. Las organizaciones crecen tras las acciones y, aunque se desmonten aparatos, se rehacen. Se cierran sus filas y se fuerza el sigilo, pero en torno a las que mantienen la lucha y coordinan constantes propuestas de intervención y respuesta se produce el crecimiento tanto en extensión activista como en profundización de la conciencia revolucionaria. Las organizaciones que plantean con mayor claridad la lucha consiguen la extensión de las adhesiones, a ellas en particular o en general a la lucha. Y frente a los hechos, las opciones reformistas saltan en muchos ocasiones, desbordadas por su base. Algo de esto sospechaba el poder, o más bien, lo sabía; la amplitud del movimiento, su rápida maduración y su fuerza creciente, es un dato que no dejan de valorar. Y por ello el estado de excepción no se dirigió en su aspecto espectacular —sí en las detenciones, en las represalias contra dirigentes obreros y el rastreo de organizaciones— hacia el movimiento obrero, sino con ostentación hacia, y contra, la pequeña y media burguesía, de nostalgia nacionalista o veleidades liberales pero incapaz de asumir sus riesgos, y plenamente controlada además por las formas ideológicas de la represión fría. Al movimiento obrero y de masas se les persiguió, a la burguesía se la asustó, quizá esa fue la diferencia de actuación del ejército represivo que se abatió sobre Euskadi. Las bandas policiales, convertidas por su talante y brutalidad en una parodia de ejército de ocupación, maltrataron fundamentalmente a esas capas sociales.

En Vizcaya, en ningún pueblo de la margen izquierda —Baracaldo, Sestao, Luchana, Portugalete...—, cinturón obrero de Bilbao, las compañías de la llamada reserva general de la Policía Armada sometieron a la población a ese machaqueo sistemático de desalojo de establecimientos públicos y transportes, de horas con los brazos en alto contra la pared, de cacheos personales humillantes en la vía pública, de obligar a sujetar el carnet de identidad con los dientes mientras las manos se apoyaban contra la pared.
Naturalmente queda otro argumento: no se atrevieron. Y es un argumento cierto. No podían, salvo decididos a correr un riesgo mayor que el coste calculado de la operación, aventurarse a que un incidente grave provocara una respuesta tumultuosa en la que una represión sangrienta, ya que el dedo en el gatillo de la metralleta montada era la norma, hubiera a su vez desencadenado una respuesta difícil de medir previamente; el efecto de espiral hubiera llegado por una imprudencia a riesgos que no podían permitirse el lujo de correr. Pero también es verdad que, como demostró la huelga general del 11 de diciembre de 1974, entre otras acciones, la conciencia y la capacidad del movimiento obrero en Euskadi lo conocen, y saben por tanto lo inútil de una operación de reconversión, y aun simplemente de desarme de esa conciencia ascendente de la clase. El movimiento obrero es el enemigo, y mientras no se pueda lanzar contra él una operación ofensiva exterminadora de sus cuadros y vanguardias, la operación política más rentable es aislar el foco de peligro, vigilarlo de cerca y tratar de impedir la formación de una vanguardia dirigente, aislando hombres, deteniendo líderes, neutralizando organizaciones de masas. En cambio había que asustar a otros ciudadanos, había que hacerles ver que todas las molestias se debían a su pasividad, a su falta de entusiasmo y colaboración con las autoridades, a su negativa, más o menos activa, más o menos consciente, pero real, a ser la base social de un régimen político que carece de ella.

Pero el fracaso de la operación fue evidente. Salvo alguna excepción que nunca puede descartarse, esa burguesía pequeña y media a la que se quiso asustar y hacer creer que tantas y tan exageradas molestias se debían a los terroristas, a los comunistas, etc., y tenía que reaccionar agrupándose en torno al poder y a las fuerzas del orden para liquidar al enemigo y rescatar la tranquilidad, reaccionó en sentido contrario. Reaccionó contra quienes les golpearon, les humillaron, les trataron como a animales, a ellos, comerciantes, profesionales, tan respetables y respetados siempre, respondiendo a culatazos a la menor pregunta —por supuesto, correcta— del ciudadano que creía serlo y se dirigía al jefe de la fuerza inquiriendo qué sucedía o si podía ya bajar los brazos. Y no digamos nada de las insinuaciones de una protesta por el trato vejatorio. Sueltas las jaurías, el perrero no pudo hacer nada —unos guardias civiles han golpeado posteriormente los coches de tres ministros, incluido el del Ejército— y mordieron más de lo que tenían asignado y allí donde únicamente tenían que ladrar.

La operación política que trataba de crear una conciencia de repulsa hacia los perturbadores de la paz y el orden, se volvió contra quienes de verdad durante tres meses interminables perturbaron cualquier orden ciudadano que pudiera existir dentro del desorden económico, social y político inherente a la dictadura. Un comentario generalizado, incluso entre ciudadanos poco activos políticamente, a la constante afirmación gubernamental de que «con estas medidas ninguna persona honrada tiene nada que temer» era, y sigue siendo, la de que ninguna persona honrada ha tenido nunca nada que temer de las acciones de ETA-V. Al margen de la asimilación o no de las respuestas violentas individuales o minoritarias al terrorismo institucionalizado, al margen de la corrección o incorrección política de la violencia separada de las masas, que son problemas que tienen su propio análisis en su lugar concreto, la verdad es que, en general, las acciones de ETA-V han tenido siempre unos objetivos seleccionados acogidos por la opinión popular con, por lo menos, un respiro de alivio al margen de las consideraciones políticas precisas: Manzanas, torturador tan conocido que ha sido admitido así por compañeros suyos de la policía destacados en Guipúzcoa; Carrero Blanco, cuya biografía es un reguero de violencia y represión sañuda contra sus adversarios de cualquier color e idea, uno de esos típicos «animales de violencia» que paren estos regímenes monstruosos; el inspector Morán, que se jactaba públicamente, él y algún miembro de su familia, de haber liquidado a Txikia (Eustaquio Mendizábal) en una trampa; Díaz Linares, muy conocido torturador de San Sebastián, especializado por no se sabe qué oscuros resentimientos en maltratar a universitarios; el subteniente de la Guardia civil de Mondragón conocido como «el chino», de quien el propio ayuntamiento de Mondragón había pedido el traslado por su reconocida brutalidad; el cabo de la Guardia civil, de la brigadilla de información, Posadas Zurrón, otro maniático que disfrutaba haciendo sufrir; o confidentes de la policía y Guardia civil que, como Arguimberri y Elejalde, por dinero y odio habían enviado a la cárcel para decenas de años a numerosos luchadores vascos. ¿Qué persona decente podía, en esas condiciones, asustarse por las acciones de ETA-V? En cambio, millares de personas honradas se vieron con los brazos en alto, contra la pared, amenazadas por metralletas listas para disparar, golpeadas por tener el carnet de identidad caducado ¡por dos días!; contemplaron cómo sus novias y mujeres eran manoseadas en público, con una mano del «agente del orden» recorriéndolas  mientras encañonaban con la otra a su acompañante.

Miedo, crearon. Si esa era su victoria, es bien corta frente al cambio de identidad política que se produjo en cientos de ciudadanos; con más o menos incidencia sn su actividad inmediata, pero como gran fondo de reserva para la repulsa general a la dictadura que se agota, que se escapa como un último aliento por la boca permanentemente abierta del dictador.
 


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