El texto que sigue fue entregado por su autor en la redacción de «Ruedo Ibérico» allá por el año 1965, sin querer revelar mas datos, a manera de «descargo moral» y tranquilidad de conciencia. Manifestaba ser uno de los afortunados por el régimen franquista, y su deseo incumplido de haber podido redactar crónicas mas amplias. Sirva como testimonio, uno más, de la guerra que el capital desató contra obreros y campesinos en España. Su extrema dureza no debe ser contemplada desde el sentimentalismo ni desde el hipocrita humanismo democrático con que la burguesía nos bombardea desde todos sus medios de información, sino como descripción de un episodio de la lucha de clases en su forma más violenta.
...Me dediqué a saquear los humildes habitáculos familiares de aquellos mismos que iban a morir.
Se me crea o no, personalmente, a mí no se me hubiera ocurrido jamás canallada tan incalificable. No he sido ni nunca me consideraré un santo ni mucho menos; pero por mi propia iniciativa, a los dieciocho años de aquella ingenuidad mía rayana en la imbecilidad senil del ambiente tradi- cionalista, yo era incapaz de generar una idea así ni de ponerla en acción. No obstante, fui a saquear.
Si el lector me admite una disculpa, podría decirle —si lo recordase— el nombre y apellidos de quien me inició, pero recuerdo que era originario de Algeciras y no olvidaré su rostro, tal fue la impresión que aquello me causaba en lo profundo de la conciencia, sin que yo entonces fuera consciente de ello ni pensar que me afloraría con esta nitidez y pesar treinta años después.
Valga o tampoco valga, también creo que si yo entonces lo hubiera pensado un poco, aquellos saqueos en que me iniciaba, los habría considerado probablemente de lo más natural del mundo. Todo esto lo pienso ahora, al entrar en la edad humana característica para reflexionar. Entonces yo no creo que mi edad fuera para andar en ello. Incluso creo que a partir de iniciarse la guerra civil, dejé de pensar. [...] Viví aquellos tres años de la guerra más el doble de posguerra en un clima de guerra, como envuelto en una atmósfera de una espesura especial, como si de repente me hubiera hundido en algo viscoso, adhesivo y aislante, algo así como la ceguera de ideas, la ausencia de sensibilidad y el desate de pasiones con que se debían de matar entre sí los hombres de las cavernas. Con razón, pues, el pueblo español nos motejaba de «cavernícolas» a las derechas [...].
Pese a mi tan reciente iniciación como escasa práctica en el saqueo, llegué a adquirir tal experiencia que, luego, más adelante, durante un cierto tiempo, y en ocasiones, actué por cuenta propia y hasta obtuve beneficios. Pero debo anticipar que en el caso primero y repugnante de los saqueos de Lora no acerté a obtener el menor objeto. Nunca encontré allí, en mis diversos y desafortunados registros a aquella humilde gente, nada de valor.
Esta nos recibía en medio de un cierto miedo, silencio o de una indiferencia ya a la desesperada. No había un solo hombre maduro o joven; sólo viejos, mujeres, niños, y vestidos ya de luto, antes de que nosotros hubiéramos rematado nuestros crímenes, y llorando o gimoteando por los rincones alrededor de la única pieza por cuyos lugares de interés nosotros huroneábamos con nuestros dedos rapaces de míseras raposas en busca de unas migajas de oro o de plata.
Puede ser que yo tropezara con habitáculos donde no había nada que robar, sus dueños ya lo hubiesen escondido u otros requetés se nos hubiesen adelantado. El lector debe pensar que aquello no funcionaba de forma organizada, sino ejercida como una consecuencia natural de circunstancias durante las cuales cada uno de nosotros podíamos campar por propia cuenta y según su categoría.
Pero nunca más olvidaré aquellos momentos en que uno descubría una pequeña alhaja, generalmente de escasísimo valor material. Un viejo reloj roskoff con tapas de plata que aquellos obreros se venían transmitiendo como una joya de valor incalculable de padres a hijos;
una modesta pulserita chapada en oro que un novio le regaló a aquella inminente viuda que con los ojos muy abiertos nos miraba hacer desde su rincón; la fina cadenita que una niña recibió el día de su primera comunión. Recuerdo que aquel requeté de Algeciras se lo guardaba mientras un viejo agachaba la cabeza, una mujer se tapaba los secos ojos con un pañuelo o la niña salía corriendo para llorar fuera de aquel hogar ensangrentado, cuya profanación rematábamos con el botín de su medallita. Con el mismo Sagrado Corazón de Jesús por cuyo reinado decíamos nosotros luchar.
Al final de aquel saqueo doblemente mísero —pobre por las preseas que apresar y más ruin aún por nuestro hecho miserable— yo obtuve la experiencia de que cualquier cosa de valor que exista en una modesta casa española está guardada en la gaveta, el cajón más alto de ese clásico mueble nacional que era la cómoda de nuestras abuelas, que aún se sigue usando en España, incluso en Hispanoamérica, y que nosotros, en último caso, descerrajábamos con la punta de la bayoneta. «Lo que hay en España», comenzamos nosotros a decir, «es de los españoles». Y aún se repite en 1964 por todo el ejército de Franco. Y con aquella frase parecíamos justificarnos entre nosotros mismos. [...] Nosotros, desde luego, en aquellos días comulgábamos todos de la misma mano del jesuíta, nuestro benevolente confesor. Evidentemente, en una «cruzada» como la nuestra, la habitual manga ancha del clero español para sus fieles más corruptos tenía que ancharse un poco más.
Tras la pausa de los saqueos relatados, llegó el momento de acabar con aquellos centenares de personas que el Consejo de guerra condenó a morir. Recuerdo que fue por la tarde, después de la comida de mediodía. [...] Los «liberadores», no éramos más allá de treinta y cinco o cuarenta requetés. Pienso, pues, que mis superiores previeron la imposibilidad de organizar pelotones para encajarles doce balas en el corazón a cada uno de los condenados. En primer lugar, esto nos habría hecho trabajar a todos demasiado. [...] El propio jesuíta usó el cómodo sistema de absolver en bloque, de modo que todos se fueran anónimamente con su salvoconducto colectivo hacia el cielo. Quizás para esta otra milicia internacional [era] lo más que se merecía aquella despreciable gente sin dinero, malvada per natura y difícilmente accesible al paraíso reservado casi exclusivamente para ricos e importantes clientes en los casinos de nuestra retaguardia.
En segundo lugar, al sistema perfectamente previsto dentro de los modos de actuar en la gente conservadora, les pareció demasiado escandaloso repetir a los cuatro vientos y a los oídos de tantas familias del lugar una rítmica serie de trescientas descargas de fusilería, entre las cuales ninguna de ellas podía saber bajo cuál caía el padre, el marido, el hermano o el hijo de cada una. Podría provocar un tumulto. «Para estas cosas», fue la consigna conservadora hasta más, mucho más allá, de la «cruzada», «no hay que darle tres cuartos al pregonero». [...] La última y decisiva conclusión fue que multiplicando las balas de los reducidos pelotones por aquellos trescientos condenados, daba una cifra de proyectiles que no debíamos malgastar tan estúpidamente. Decidieron que con una bala bien puesta en la cabeza de cada condenado, menos trabajo para nosotros, menos escándalo y mínimo gasto. Y así fue. [...] La perspectiva de ir a matar a varios de aquellos trescientos condenados de un tiro de nuestra propia mano fue algo que no nos placía externa ni íntimamente al pequeño grupo de los requetés más idealistas que allí pudiéramos ser, por muy exaltadas horas que viéramos en la oscura sima de nuestra ceguera, yerro y estupidez.
Desde luego hubo otros que gozaban de antemano más o menos, como también los había indiferentes. En contra, hubo un grupo de hipócritas o sinceros tradicionalistas que consiguieron escapar. Recuerdo muy bien que un tal Morales, que era requeté como podía ser especiero, se escondió bajo unas mesas, al fondo de nuestro comedor común, y se salvó de ir a la matanza.
Pero entre el grupo de idealistas que escapó, fue voluntario o no pudo escapar, yo no lo pude eludir. Y no lo pude evitar, no porque mi desplacer fuera débil, sino porque mi estupidización era tan inaudita que acaso fuimos atrapados precisamente por nuestra ingenuidad.
No supe o se me ha olvidado totalmente, y no lo consigo recordar, el lugar donde los cientos de aquellos condenados estuvieron recluidos en espera de la muerte. No sé si fue en el propio edificio municipal en que se celebró el Consejo de guerra. Pero no se me ha olvidado nada, a partir de aquí, que iban siendo cargados en camiones de plataforma descubierta, de pie, hacinados —naturalmente— en mazos de veinte —quizás treinta—, y que continuaban como en el juicio sumarísimo, amarrados de dos en dos y entre sí por un puño de cada uno con una soga de esparto, exactamente como las manos, una junto a la otra, de Jesucristo en el Ecce Homo. [...]
En cada camión subíamos también una media docena de requetés; uno o dos, a la cabina, con el conductor, y el resto, arriba, encuadrando a los inminentes muertos.
Creo que no debió haber la despedida natural entre los condenados y sus familiares. Pienso que mis jefes no lo permitieron a causa del barullo fácilmente previsible. En el horno de nuestra «cruzada» no se coció sentimentalismo natural, sino ruin, fariseo o espectacular. En último caso, las emocionantes escenas de unas despedidas de esta naturaleza e intensidad, no creo que se me hubieran borrado tan fácilmente como otras mil cosas de diverso color, volumen y calidad. Pues algo menos emotivo, pero tan único como vibrante, lo recuerdo perfectamente.
Nos encaminamos hacia el cementerio. Y como ellos ya sabían adónde iban —se me creerá difícilmente— ya me impresionó entonces, hasta enorgullecerme ahora, la gallardía y la arrogancia tan genuinas y en los tuétanos españoles con que aquellos hombres y aquella mujer de mi país iban a la muerte.
No elogio; digo lo que vi y sentí. [...]
El camión partió en aquel tórrido y azul día veraniego, a gran velocidad, por aquellas calles y levantando por un camino el polvo fino e inmóvil bajo la calina. Nosotros, los asesinos, íbamos con nuestros fusiles en mano, como las cuatro esquinas de aquel lecho a motor y de muerte.
Y al pensar en aquel recorrido, hoy no me explico muy bien cómo aquellas treinta personas en última instancia vital no arremetieron contra nosotros hasta emprender por aquellos cortijos en rastrojos el camino de unos cuantos hacia la vida y verificación de lo que yo cuento aquí. [...]
Todos gritaban, cantaban y parecían llorar de alegría. Nada había allí ajeno a la naturalidad auténtica de los españoles. Nada de aquel ambiente del verdadero pueblo español se enlutaba un ápice de esa solemne aparatosidad de la Iglesia católica ante la muerte. En aquellos hombres presos y hacia el morir, creo que ha sido mi única y privilegiada ocasión de ver a España viva y en libertad.
Se levantaban dos de aquellos brazos amarrados por las muñecas, en un estirón hacia el cielo; uno, con una mano de dedos muy abiertos, otro, con el puño cerrado con fuerza, y a la vez salía para lo alto un viva a la Libertad. Otros cogían con su brazo libre el de al lado, y ambos los alzaban también vitoreando a la democracia y a la República. Uno se abrazaba a otro —que acaso en la convivencia pueblerina no se hablaran— y en común daban estentóreos vítores a España. Todos se hablaban a gritos —yo no sé qué encargos cabían entre ellos. Este se abrazaba a aquél; otro besaba a un viejo; éste lacrimeaba como si se le estuviese casando una hija. Y, conocidos o amigos, aquellos seres se saludaban, despidiéndose, llorando, acaso disculpándose entre ellos por incidentes en una comunidad difícil; como si en aquellos momentos se les ensanchase el ánimo en una gran comprensión hacia los defectos de los que hasta entonces fueron sus convecinos en disguto o enemistad.
Y algunos pedían a Dios perdón de sus pecados, invalidando la absolución del capellán de la «cruzada» y dirigiéndose directo al Dios verdadero y personal [...]. Y también se oía el grito estridente, chocante y ofensivo, de vivas a Rusia y a Stalin que lanzaba una muchacha.
Sin embargo, tan fácil como el español más empingorotado es para esas bárbaras blasfemias retorcidas y refinadas contra todos y cada uno de la Corte celestial, siendo sus asesinos tan católicos y apostólicos, yo creo que ninguna ocasión les fue a aquellos campesinos tan oportuna para soltarlas definitivas.
Tampoco nos insultaron, cuando tan humano, comprensible y disculpable hubiese sido ocuparse de nuestras familias y de nosotros, diciéndonos todo lo que nunca se merecieron unos tipos como entonces nos lo merecimos y hasta habríamos encajado como lo que éramos. No quiero decir, ni siquiera sugerir, que aquella gente fuera un conjunto de benditos. Supongo —estoy seguro— de que eran unas personas tan corrientes y molientes como puede ser el lector y como lo soy yo.
Y aunque relato lo que yo entonces viví, ahora tengo mis dudas de si aquella gente del pueblo nos odiaba a las derechas en la misma medida en que el clero católico español y nosotros sus fieles servidores los odiábamos a ellos. Yo no oí allí más grito odioso que los de la muchacha comunista y sus mueras a España. [...]
Hay momentos, graves momentos en las vidas de todas las personas, en que una mirada de otra no se borra jamás. Yo no recuerdo ninguna; porque también creo que a nosotros ni nos miraban. [...] Llegamos ante el cementerio; a una pequeña explanada. El camión giró en ésta y, un poco alejado, quedó con el abatible de atrás frente a la fachada.
El camposanto era el clásico andaluz, limpio, blanqueado, casi alegre. Podía servir su frente para cualquier film de pandereta o su portalada para la de un gran cortijo de terratenientes: neoclásica, franjada de calamocha sobre el encalado, una gran verja en dos batientes, de hierro, quizás de Triana y puede que pintada de verde oscuro o marrón. [...] [Se] dispuso que dos requetés de nosotros se quedarían arriba del camión, no sólo para guardar el orden —pues además la rotonda estaba rodeada en su desnudez por la Guardia civil— sino con la consigna de ir descendiendo, incluso a culatazos de fusil, a cada pareja de condenados. Otros dos requetés, bajo la punta de sus armas en los ríñones de aquellos hombres, los llevaban hasta la puerta del camposanto, haciéndolos entrar en él y adentrarse, volviéndose unos y aproximándose los otros a la muerte. Y los demás —un tal Antonio y yo— fuimos designados para esperarlos dentro, adosados a los inmediatos nichos del muro a la izquierda, de modo que cuando ellos entrasen hacia el interior del recinto, nosotros quedásemos naturalmente a sus espaldas. [...] A veces, ya desde dentro y en nuestro apostadero, se oía que algunos de los condenados se resistían en aquel último momento a descender del vehículo. Y Antonio, que siempre fue un poco frío, me decía a mí, que creo que estaba serio en mi papel: — ¡Cómo se defienden!, y añadía una palabrota.
Y en efecto, algunos debían ser lanzados como sacos de lo alto del camión. Venían llenos del polvo de la explanada y como ya quebrantados. Otros, a quienes en aquellos últimos instantes les desfallecía el ánimo, llegaban azuzados por las bayonetas de los dos requetés intermedios. En ocasiones, era uno solo de ambos condenados el que flaqueaba, y su compañero quien buenamente lo llevaba hacia dentro. En otras, uno de los dos se resistía, y parecía ser su camarada precisamente quien lo obligaba a morir. Pero me cabe atestiguar con orgullo que la mayoría de aquellos pares de españoles penetraban recios, erguidos, con los cuatro brazos en alto, orgullosos, fieros, dando vivas a España y a la Libertad. [...]
Picasso perdió, quizás, una de las escenas más escalofriantes de las que originó nuestra «cruzada de liberación». Sólo quedo yo, que no tenía siquiera la más modesta máquina fotográfica, pues Antonio fue muerto días después en circunstancias especiales. [...] El y yo, escondidos a la izquierda, teníamos que dejar que ambos condenados se adentrasen en el camposanto. Claro es, ellos sabían que caminaban sin remisión hacia la muerte, pero no dónde. Ellos, recuerdo que entraban, sin maliciar nuestro puesto al acecho, mirando a los lejos; no sé si al cielo o buscando la muerte de frente, como los hombres.
Teníamos la orden detallada de que a la primera pareja la debíamos dejar que avanzara hacia el fondo, de modo que los iniciales cayesen lo más lejos posible. Y éste sería el límite desde el que hacia atrás iríamos dejando a los sucesivos pares. Entonces, a la que inauguró la matanza de mi camión, una vez dentro del camposanto, la seguimos Antonio y yo a sus espaldas, dándoles la aparente confianza de llevar nuestras armas bajo el brazo como los cazadores.
Supongo, naturalmente, que ellos ya temían que nuestra conducción no era para acompañarlos frente a un piquete, sino para ser nuestras víctimas. Pero yo iba pendiente también de Antonio, que por ser un par de años mayor que yo, a mis dieciocho, lo respetaba. Así que los seguíamos en silencio, a un metro escaso, pisándoles los talones, y en cuanto Antonio me guiñó, encaramos súbitamente nuestros fusiles. Pero no teníamos que apuntar con la menor precisión. Delante de nuestro punto de mira, muy cerca de la boca del cañón, la vertical silueta oblonga y alargada de aquellas cabezas nos cubría, a derecha e izquierda, por arriba y por abajo, gran parte de nuestro horizonte. De modo que centímetro más o menos, en altura o lateral, el balazo en el occipital no podía fallar. Y los dos tiros aquellos primeros partieron. Y luego los otros.
Yo no sé aún por qué aquellos hombres daban un gran salto del suelo. Las tapaderas de las cabezas —quizás con el crujido de un coco que casca— se destapaban como las de una olla a presión que le falta el resorte. Las circunvoluciones cerebrales —viperinas— emergían erizadas, ondulantes y sibilinas. De ambas cabezas destrozadas, como de un gran ánfora que se desborda, brotaba la sangre a borbotones. Y luego, inmediatamente, los cuerpos caían, a veces, plena, pesadamente y ya en una inmovilidad definitiva, y otras, con unas convulsiones de músculos vivos todavía o acaso con la rebeldía «de la rabia y de la idea» de aquellos españoles.
Excepto las leves variantes a que esta tarea daba margen, todo se desarrolló en tan macabra rutina que sólo puedo añadir algunos incidentes sobre los cuales el lector juzgará.
Casi al final de aquella mortandad, cuando todo parecía ir sobre ruedas, en una pareja como las otras Antonio me guiñó y ambos disparamos. Pero mi víctima —sin duda de un modo inconsciente— hizo en ese mínimo instante un brusco movimiento, y yo marré mi balazo; pero, en cambio, Antonio acertó con el suyo no menos totalmente.
He aquí entonces que mi víctima, sin tocar aún, con la muerte detrás, a punto de morir pero vivo todavía, se encontró con su compañero pendiente de la soga que les unía las muñecas. Derrumbado uno, con la cabeza destrozada, era una muerte que estaba allí, ya, junto al otro. Aquella soga ya no unía dos vidas. El pulso de su camarada ya no latía con el suyo. Como aquel coco roto, de donde surgían caños de sangre, pronto, ineludiblemente, dentro de un segundo más, el suyo sería igual. Aquel hombre, aquel joven andaluz, contorneado, toreril y jacarandoso, que iba hacia la muerte con un cierto aire petulante de la escuela sevillana, con la arrogancia de un veterano dominador y desdeñoso, se espantó, intentó zafarse, huir, salvarse saltando una barrera inexistente. Era imposible.
[...] Volvió muchas veces a intentar soltarse, a huir de aquel hombre yerto que con su muerte lo sujetaba a la oscilante y próxima boca de mi fusil, y alejaba en un espasmódico frenesí, dispuesto a dejarse desgarrar en el esfuerzo. Pero la contextura física era mayor que su instinto. Lo menor, la mano, no lo pudo sacrificar a lo decisivo. Tuvo que quedarse allí; pero lo hizo ya sin cesar de hacer con su gentil agilidad una serie de movimientos raros en la vida corriente, pero acaso únicos en un caso así. Eran como ondulatorios, encurvados, como si quisiera volver al seno materno, como un refugio, para no nacer, para no ser nada. Pero yo le seguí su cabeza con mi implacable fusil, hasta hacérsela estallar y llenarme con su sangre para siempre mi conciencia en un grave recuerdo que ya me ha marcado con su peso hasta mi último día.
Bajo esa obsesión tan inhumana de ejemplarizar sólo con castigos que acredita a la derecha española, la chica comunista fue dejada para postrera; con esa estupidez clerical de creer que al llegar el castigado al otro mundo va a enmendarse de las causas que lo quitaron de éste. Por Jo visto, el supuesto Estado Mayor de la Muerte que pensaba todo esto con tal lujo de detalles, estimó que siendo la chica la última en morir, la visión de la hilera que la precedió sería la tremebunda imagen que una vez en el más allá la haría reflexionar y volver al seno de la ortodoxia religiosa y política.
Era una chica más bien joven, quizás bonita, no lo sé —no eran los instantes para observar esos aspectos de la muchacha, que tampoco venía de acicalarse—; pero sí derecha, decidida, braceando como un soldado y dando mil gritos y vivas a Lenin, a Rusia, a Stalin, al Comunismo, a Carlos Marx, y alternando con mueras a España, con muchos mueras a mi patria que me indignaban y asqueaban como a cualquier ciudadano de la URSS le ha de sublevar que un propio ruso reniegue contra su patria.
La chica no se paró hasta que llegó a los dos últimos cadáveres. Sus gritos resonaban, agudos, femeninos, mucho más altos y externos al camposanto que los de todos los predecesores. Estaba como desencadenada, como un torrente, como una «manóla» del Madrid napoleónico, como un volcán. [...]
Una vez parada, poseída de que iba a morir por sus ideas, ya no dio un paso más. Parecía ser ella quien nos obligaba, quien nos citaba a los medios de aquel coso cuadrilongo y macabro.
Nosotros estábamos ya detrás de aquel manojo de nervios y fibras guturales en tensión. Y ella, indudablemente, esperaba ya el tiro ruin que la acabase de una vez. Y este solo tiro suficiente fue lo que a mí me hizo dudar, no sobre si había de morir o no, sino que miré a Antonio, y con los ojos ya le debí mostrar mi indecisión. El me guiñó y me dijo en un movimiento de labios y una especie de sonrisa:
— A medias.
Aún no sé por qué yo no disparé. Puede, en primer lugar, que fuera por economizar una bala; pero me analizo ahora, al cabo de estos casi treinta años en que cada vez recupero la escena con mayor claridad, que acaso lo vi como una doble muerte innecesaria, como un sadismo, como una cobardía ya excesiva y una vileza contra lo cual, un repentino, ahilado y fugaz, pero poderoso retraimiento del poso aquel insondable de mi conciencia de entonces me impidió apretar el gatillo. La muchacha fue muerta y tan destrozada como todos los demás. Cayó boca arriba, el traje se le subió —era una bata de verano— hasta la cintura, y, sin bragas, mostraba el sexo y un vientre muy abultado. Quizás por aquella misma excitación idealista que traía, aun muerta, sus extremidades y parte de su cuerpo se movían. Todo fue muy rápido. El vientre se agitaba; el sexo se abrió un poco, comenzó a distenderse y a destilar un líquido acuoso. Pero Antonio apuntó verticalmente contra el centro de aquel vientre, disparó y dijo:
— Tú tampoco sales de aquí.
Por la tarde, el párroco, el nuevo alcalde y demás «poderes tradicionales» de Lora del Río organizaron un Te Deum en acción de gracias al Altísimo por la «liberación» de la ciudad, al que nosotros asistimos con nuestras armas rendidas hasta recibir la bendición.
Por la noche, la comida no llegó a ser extraordinaria, pero como las bodegas de una importante región vinícola de la provincia de Cádiz nos habían enviado bastante vino, hubo juerga grande, borracheras, los excesos sexuales de aquella colectividad sin mujeres que los señoritos conservadores iniciaban en sus subordinados y vomitonas. Se prohibió que las campanas tocaran a muerto. Había que olvidar el pasado, ser generosos. En Lora del Río no ha pasado nada. Y Lora del Río —el Guadalquivir—, provincia de Sevilla, quedó inmersa en aquella nueva España que esta «cruzada» liberó así.
Este relato es masa falso que los billetes de 15 euros. Ademas el escrito es pésimo relatando.
ResponderEliminarPor que dices que este relato es falso Al Kpone? Podrías explicar en que te basas?
EliminarEl que hirieron en el campanario fue al hermano de mi abuelo ( Juan Gómez Clari ) y la mujer comunista del relato era su novia. Ella violada, expuesta y arrastrada en medio del pueblo, ambos fusilados en la tapia del cementerio de Lora Del Río y hoy 80 años después aquellos que compartimos raíces perdonamos pero jamás olvidaremos.
ResponderEliminarHay que ver lo que estorban los 96 muertos asesinados en Lora los días 2 y 3 de agosto por los "demócratas". Nos quieren hacer creer que uno que entró el día 7, con las tropas, habiéndose asesinado a 96 personas cuatro días antes, ni se enteró de esto. Nos dicen que el cura del pueblo después del 18 organizó un tedeum... cuando fué asesinado con todo lo que olía a iglesia el 2 o el 3. Y como eso, varias mas. Mentís más que parpadeáis. Al final, si por vosotros fuera, los asesinados el día 18 lo fueron por los asesinados el día 2 y 3. Mis familiares fueron asesinados y ni empuñaron un arma en su vida, ni tenían filiación política, ni participaron en actos violentos, ni se subieron de vigías a campanarios. No puedo justificar el asesinato de inocentes, ni de derechas ni de izquierdas, porque estoy faltando al respeto a los míos, que antes de izquierda o derecha eran inocentes. Mi desprecio más absoluto a los asesinos, de izquierda o de derecha, y a los que 80 años después los tapan porque son de su cuerda. No puedo justificar las represalias posteriores del 18 y siguientes, pero... ¿ todos, todos, todos eran inocentes ?. Entonces ¿ quien mató a los 96 ?. En esta historia de malos y buenos que nos queréis vender los 96 asesinados estorban, pero están ahí, y tenéis la poca vergüenza de inventaros historias en los que ni aparecen. El camarada que se hace pasar por requeté que se documente mejor, así no quedaréis todos en ridículo, una vez mas. Haciendo este tipo de cosas lo que hacéis es ensuciar la memoria de los muchísimos republicanos inocentes que fueron asesinados, porque antes que republicanos eran inocentes, y tenéis la poca vergüenza de tapar a los asesinos republicanos porque eran republicanos. Repugnante.
ResponderEliminarSuscribo casi todo el comentario del señor, del 16 de Diciembre de 2016.
ResponderEliminarFueron 92 asesinados y no 96, y a parte del brutal asesinato en masas, dispararando contra él, de muchos personas, incluso hay relatos de que ellos mismo también se hirieron, del día 22 de Julio, del Capitán de la Guardia Civil, que llevaba poco meses en Lora, y antes había sido oficial profesional del ejército, hasta incorporarse a la Benemérita, el día 4 siguiente, asesinaron también a 20 ó 22 compañeros, incluidos un Brigada y un cabo, creo, después la Capitán lo metieron muerto, acribillado a balazos, en un carrito de la basura y pasearon por toda Lora, su nombre, Martín Calero Zurita.
Los asesinatos cometidos por el Comité Revolucionario de Lora del Rio, provocó un terror rojo los siguientes días, robos, saqueos, destrucción de las Iglesias, de todos los Registros Públicos, de los dos bancos que existían en la población, y reclusión de muchas personas ajenas a aquél Comité Revolucionario, también ayudado por otros Comités parecidos de los pueblos colindantes, sobre todo el Alcalde de Peñaflor, y milicianos de Constantina.
Se aniquilaron casi todas las ganaderías del término, no mataban los becerros, sino las vacas.
Se acuñó moneda propia de Lora del Río. Hay todavía posibilidad de comprar por internet, algunas de éstas monedas de latón, en la página de Ebay. Se "abolió" la propiedad privada, se SOCIALIZÓ TODO EL COMERCIO,, no costaba nada comprar en las pocas tiendas que había en aquella época. Mi madre necesitó unas alpargatas, y después de estar en una cola esperando en una tiendas se las dieron gratis.
Mi padre, 17 años, ingresó en esa cárcel del pueblo, primero en Las Arenas, junto al Ayuntamiento, y mas tarde en los sótanos del Baylio, el mismo día 22 y salió el 7 Agosto por la tarde, fue el último o de los últimos en salir de dicha prisión. Era estudiante de primero de Matemáticas en Madrid el curso anterior y NO ERA POBRE, y era católico. Cuándo yo era chico, me enseñaba los veranos en Lora, por la calle a un señor, que había sido uno de los que "entró" en su casa, lo detuvieron y lo llevaron a un recinto preso.
Tuvo suerte de no salir los días 31 de Julio, 1, 3 y 4 de Agosto, que fueron las 4 sacas de prisioneros sacados de esa cárcel, para seguidamente en un camión, llevados al cementerio, dónde en un hoyo excavados por ellos, algunas veces hijos delante de los padres, y la mayoría de la veces con cartuchos de munición de caza menor, primero a las piernas, brazos y así se regocijaban de los saltos qué sufrían durante su fusilamientos y muertes.
No así los 91 compañeros restantes, un hermano con 21 años estudiante de derecho, el novio de una hermana y su padre anciano notario de la villa, que tenia organizado "Cocinas", para los necesitados y que no tenía ni propiedades ni empleados en Lora, y 11 primos hermanos más.
No le decían previamente que los iban a matar en el cementerio, sino que los llevaban "a la Columna".
Fueron a su casa también a buscar a su padre, mi abuelo,pero éste "afortunadamente" había fallecido en su cama el mes de Noviembre anterior.
Las tropas del Teniente Coronel Tella, y algunos militares de Lora tomaron la población en la tarde del 7 de Agosto, previo cañoneo de una batería desde el Cerro León, junto a la carretera de Alcolea. Los disparos cayeron en el campo muy por detrás del barrio San José.
Es verdad que a partir del día siguiente hubo una gran represión, primero enfrente del Cementerio, por dónde está el Silo de cereales, y en las tapias de la Iglesia de Jesús, días después, quizás con el mismo camión los llevaban al cementerio.
Y que muchos no habían participado directamente en la represión de las personas de derechas. Se les mataba a mi juicio, igual que días antes por su filiación política, esta vez de izquierdas, pobres y por no ser católicos.
Pero qué todos eran demócratas y qué morían por DEFENDER LA LIBERTAD, no me lo creo es totalmente FALSO.
Javier.
Perdón a la errata, he querido decir, 31 de Julio y 2,3 y 4 de Agosto de 1936
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