lunes, 12 de diciembre de 2011

La 'liberación' de Lora del Río. I Parte.

1936. El comienzo de la matanza.
El texto que sigue fue entregado por su autor en la redacción de «Ruedo Ibérico» allá por el año 1965, sin querer revelar mas datos, a manera de «descargo moral» y tranquilidad de conciencia. Manifestaba ser uno de los afortunados por el régimen franquista, y su deseo incumplido de haber podido redactar crónicas mas amplias. Sirva como testimonio, uno más, de la guerra que el capital desató contra obreros y campesinos en España. Su extrema dureza no debe ser contemplada desde el sentimentalismo ni desde el hipocrita humanismo democrático con que la burguesía nos bombardea desde todos sus medios de información, sino como descripción de un episodio de la lucha de clases en su forma más violenta.

Yo habría podido asistir al Consejo de guerra sumarísimo. Yo era tan franquista y combatiente como cualquiera de mis superiores, conocidos o amigos que constituían el tribunal. Pero no me interesó, y tampoco hubiera entendido mucho. En aquel reciente julio de 1936 acababa yo de cumplir dieciocho años; era el clásico campesino casi analfabeto. [...] Pero si no puedo relatar el rápido desarrollo de aquel proceso de urgencia, intentaré exponer la impresión que conservo de su ambiente al cabo de un rato que estuve de mirón
El Consejo de guerra se celebraba en el Salón de sesiones del Ayuntamiento de Lora del Río —el Guadalquivir—, provincia de Sevilla. Era un día de principios de agosto de aquel mismo año en que la extrema derecha española organizó, al fin, la guerra de exterminio más implacable que ha sufrido el pueblo español, y la más vil e inhumana de la historia. Y digo esto con la autoridad del que conoce la universal y preparó e hizo contra los españoles la llamada «Cruzada de liberación». Hacía el calor atroz, húmedo y pegajoso de los días de san Lorenzo en las vegas hispalenses de Andalucía la Baja. Y en el Salón de sesiones reinaba una atmósfera oscura, asfixiante, agobiosa.
Recupero hoy todo aquel triste escenario, con las boinas, los uniformes y botas altas de aquella década misma en que comenzaría una guerra mundial que acabaría atómica y en Nurenberg, y es en mi recuerdo actual í como un gran cuadro de esos del siglo XVI, que sin más valor que el histórico, yacen de cara a la pared en los desvanes de algunos museos. [...]
Quizás no me impresionó el grado de antigüedad ni el estilo arquitectónico del edificio municipal. Pero su Salón de sesiones era un local ténebre, de insuficientes y angostas ventanas para iluminar su gran capacidad, y un techo, no sé si artesonado, poderoso, negro, abrumador. Al fondo, bajo el dosel de la alcaldía, tras unas mesas renacentistas puestas una junto a otra, estaba el breve tribunal militar, compuesto por conocidos míos de la vida civil recién alterada y cuya sabiduría de los códigos era sin duda pareja a la mía. Lo presidía un tal Mencos, no sé si teniente o capitán de complemento de Artillería, y a quien recuerdo muy bien porque era un señorito de la burguesía sevillana con tantas pretensiones de aristocraticismo como incultura y brutalidad. No sé si habría algún asesor jurídico o alguna defensa. Pero ni siquiera habría sido necesario un fiscal. Nosotros, los «liberadores» de aquel pueblo en nombre de Dios, la Patria y el Rey, éramos los vencedores de aquellos procesados sumarísimamente. Hoy creo que si no recuerdo la existencia de un defensor es porque si éste hubiera existido habría sido, en realidad, tan fiscal acusador como todo aquel tribunal dispuesto de antemano a condenar sin remisión.
Después, de espaldas a mí, que estaba en la puerta, en dos grandes filas de bancos en las iglesias, donde hasta entonces y en auténtica tradición española se venía sentando aquel mismo pueblo para intervenir en las deliberaciones concejiles, amarrados de dos en dos por los puños, había unas trescientas personas de aquella misma ciudad, cuyo total de habitantes no subiría de tres mil.
Los había viejos y más jóvenes que yo. Vi algunas mujeres; unas, de cierta edad; otras, con menos. La mayoría —como de un pueblo únicamente agrícola— eran campesinos, pero también supe que había obreros, empleados e incluso titulados universitarios.
Guardaban este interior unos cuantos requetés, así como la puerta y la plaza. Y lo que mayor ahogo y angustia física le daba al local era la inmensa multitud de familiares de los presos que se apretaban para estar lo más cerca posible —por última vez— del padre, hermano, hijo o marido, y que se apretujaban aún más a la puerta, en su afán comunal de estar todos allí.
Nosotros, los rebeldes sublevados contra la paz y la legalidad constitucional, acusábamos de auxilio a la rebelión y procesábamos en Consejo de guerra sumarísimo a un pueblo que en defensa de la paz se había mantenido fiel a la Constitución del país legalmente establecida. Si éstos no son crímenes de guerra, el tribunal de Nurenberg tampoco debió existir.
Pero, además, la aberrante monstruosidad no se limitaba a las cuestiones de principio, sino que se continuaba en los procedimientos. Aquellos centenares de detenidos no eran juzgados uno por uno, analizando con cuidadosa justicia el caso de cada cual. Pese a haber sido presos y acusados por chivatazos más o menos arteros o pueriles, se les juzgaba en bloque; tal como los nazis de años después juzgarían al pueblo judío. Con la diferencia de que éste iba a la muerte bajo la secreta complacencia de un papa, mientras que siendo Pacelli cuando nuestra sublevación secretario de Estado, aprobó que la Iglesia católica llamase a esta masacre de un pueblo cristiano «Cruzada de liberación». Dios perdone a Pío XII por lo que no hizo a favor de los judíos y por lo que hizo en contra de los españoles.
Y la trágica mascarada jurídica continuaba. Yo he asistido luego y he intervenido en Consejos de guerra muchos años después de «liberar» en «Cruzada» mi hermosa y querida patria, y puedo, por ello, repetir aquí a grosso modo preguntas inquisitoriales que durante años se hicieron en los tribunales militares y aún se siguen haciendo:
—¿No es más cierto que usted dejó de ir a misa desde pequeño?
—¿No es más cierto que el padre del acusado participó en una huelga general en 1917?
—¿No es más cierto que usted se enorgullecía de haber leído a un tal Manuel Kant?
—¿No es más cierto que usted gritó vivas a la República en tiempos de la Monarquía?
—¿No es más cierto que usted tenía en su domicilio el libro El Contrato Social, de Rusó?
—¿No es más cierto que usted fue el conserje de un «Rotary Club»? —¿No es más cierto que usted le estrechó la mano al presidente de la República un día que pasó por aquí?
—¿No es más cierto que usted admiraba a un tal Franklin Delano Rusbel? —¿No es más cierto que usted tachó de dictadores a los jefes de nuestros grandes regímenes hermanos, Hitler, Mussolini y Salazar? —¿No es más cierto que usted dijo que la Iglesia católica española es por su corrupción la más anticristiana del mundo? —¿No es más cierto que usted estaba suscrito al diario El Sol? —¿No es más cierto que usted pertenecía al Sindicato de Albañiles? —¿No es más cierto que usted le tenía una gran devoción a Pablo Iglesias?
—¿No es más cierto que usted pensaba ir a Rusia?
—¿No es más cierto que los catorce de abril usted colocaba una bandera republicana en su balcón?
—¿No es más cierto que un día usted no le cedió la acera a un padre de la Compañía de Jesús?
—¿No es más cierto que el acusado ha dicho en varias ocasiones que el glorioso Ejército español es sólo el conjunto de los vagos nacionales desertores del trabajo?
—¿No es más cierto que usted era diputado republicano al Parlamento?
—¿No es más cierto que usted era secretario del Sindicato de Camareros y similares?
—¿No es más cierto que usted ha escrito un ensayo sobre Carlos Marx? —¿No es más cierto que usted ha traducido a un tal Federico Engels? —¿No es más cierto que usted ha manifestado en diversas ocasiones su alegría por la Independencia de América?
—¿No es más cierto que usted se ha manifestado derrotista en cuanto a la posibilidad de reconquistar Africa y los países árabes? —¿No es más cierto que siendo usted sirvienta tachó a su ama de miserable y explotadora?
—¿No es más cierto que usted no es partidario de contribuir con su óbolo al bienestar de la Santa Iglesia?
—¿No es más cierto que usted ha hecho colectas públicas para los niños hambrientos de Rusia en 1922?
—¿Y no es más cierto que al iniciarse el 18 de julio de 1936 el Glorioso Movimiento Salvador de España, usted se quedó en su casa diciéndole a sus vecinos que la gente de orden debía mantenerse tranquila para ayudar al gobierno de la República a continuar en la legalidad?
Sí, señor —respondía a todo eso aquella honesta gente. De una manera casi automática, consabida, casi sin deliberación alguna, o bajo la oportunidad de fumar un cigarrillo, infinitos tribunales de la «cruzada» bendita por la Iglesia dictaminaban que todos aquellos procesados u otros por el estilo habían ayudado a la rebelión y eran reos de muerte. [...] Quizás el lector se pregunte también si los supuestos delitos que implican las cuestiones del interrogatorio transcrito estaban previstos en las leyes civiles o militares de la época. En defensa legítima de la verdadera tradición jurídica de mi país, me cabe asegurar solemnemente lo que cualquier jurista del mundo sabe muy bien [...]. Al sublevarse la Iglesia, el Ejército y la minoría capitalista de España contra los intereses del pueblo español, éste se había dado ya en los escasos años que alcanzó la República, la más justa, noble y generosa legislación de la tierra.
Es posible, pues, que ya el lector vea conmigo que la histórica escena yerta y oscurecida en los desvanes de las páginas negras que existen en las historias de todos los países es capaz de resurgir. Y no sólo con sus procedimientos lentos y aparatosos autos de fe propios del Medioevo, sino en Consejos sumarísimos que duran horas, y con las técnicas que espero tenga el lector valor de leer. En la Europa anterior a Jovellanos y a Rousseau, los «viejos cristianos» masacrábamos a los «perros judíos» de una manera primaria y caótica. Pero diez años antes de que el contemporáneo Hitler horneara a millones de israelitas, la «cruzada» que Franco consiguió encabezar acabó con medio millón de su propia sangre española del modo más perfecto.
Pido al lector que me excuse por no haberle podido describir con exactitud, sino a bulto, el desarrollo de aquel Consejo de guerra [...] Esos sucesos de agosto de 1936 los estoy recordando sin la menor nota casi treinta años después, a fines de 1964, a los 25 años de paz, de pantano y cementerio en que Franco sumergió a mi país.
Claro es, no se me escapa que el lector más ingenuo se extrañará de que el hecho de «liberar» una ciudad sea suficiente motivo causal para matar a trescientos de sus habitantes.
Para que el lector no tenga la menor duda de lo cierto que le relato, debo anticiparle la información que más adelante le detallaré, de una ciudad andaluza mucho mayor —con unos 80 000 habitantes—, que ni siquiera fue «liberada», sino que los sublevados nos apoderamos de ella sin disparar un tiro ni correr una gota de sangre, de la que enviamos al otro mundo a más de 5 000 personas, mediante métodos expeditivos que el pesado cientifismo nazi tardó años en concretar, y nosotros, con diez de avance, pusimos en práctica de la noche a la mañana. De modo que si en esa gran ciudad que en horas pacíficas pasó de la República a los sublevados, nosotros matamos a 5 000 personas que, aunque hubieran querido, no tuvieron tiempo de hacer nada, en Lora del Río, que estuvo con la República hasta que nosotros la «liberamos» mediante unos cuantos tiros al campanario con vigía, que aquí matásemos a trescientos es tan proporcionado como verosímil. Sin embargo, algo había ocurrido en Lora del Río que daba un maravilloso pretexto a la «cruzada». Había habido un muerto. Pero no era un sacerdote, un militar o de un partido de extrema derecha que lo hubiera sido gritando un viva a Cristo Rey o con la mano fascista extendida. Era precisamente un hombre tan rico que mantenía en su propiedad kilómetros y kilómetros de tierras cultivables alrededor del pueblo y, por ende, bajo el dogal de sus riquezas, a toda, absolutamente toda, su población laboral [...].
Pero frente a este pueblo tranquilo que se mantuvo fiel a la República, los llamados «poderes tradicionales» —Iglesia, Fuerzas armadas, ricos y extremas derechas del lugar— a partir de la sublevación en Marruecos también lo hicieron en Lora del Río. Aunque ello fue con la pasividad habitual de los conservadores rancios. El cura, algunos burgueses de menor cuantía, unos muchachos «góticos», y varios empleados serviles o amedrentados se unieron a los cuatro o cinco guardias civiles y se recluyeron todos en el cuartelillo en espera bastante vil de ver a cubierto cómo se desarrollaba por el país la sublevación y que, en caso creciente, fuesen de fuera quienes a ellos les sacasen las castañas del fuego. Probablemente no habría sucedido mucho más o, poco más o menos, lo habitual que ya venía sucediendo y sucedía en otros muchos lugares. Se habrían rendido por hambre o aburrimiento, y la ciudad habría recuperado, como otras tantas, su normalidad constitucional. Pero concurrió el agravante en muchos sentidos de unirse al grupo fortificado el cacique millonario en quien Lora —bajo las mismas muchas razones— personificaba el poderío opresor y constante contra el viejo ansia de bienestar y progreso popular.
Así pues, desde el 18 de julio, la mayoría de los habitantes de Lora del Río se encontraron que enfrente, en aquel cuartelillo de la Guardia civil, se había concentrado, como en síntesis determinante, todo lo que en e! pequeño ámbito de su geografía urbana y rural eran enemigos ya rebelados contra lo que para cada uno de aquellos hombres sin nada era lo más importante de sus vidas: la libertad, la democracia, la República, la respiración, sus estómagos, la salud-
Como yo no pude estar allí dentro ni ser actor de ello, sino que vine de fuera y fui de sus «liberadores», no puedo saber con pormenores ni certeza aquella resistencia en el cuartelillo. Pero lo que sí tengo entendido, como causa oficial de nuestra feroz represalia, fue que aquel pueblo tomó una decisión «fuenteovejuñera». [...] Acabada la resistencia más o menos activa en la Casa cuartel, al cura se le dejó libre, acaso por milagro divino, y merced a unos sofísticos razonamientos morales y políticos de aquel pueblo [...].
Quizás por las mismas o parejas razones, también a los guardias civiles y al resto del grupo se les conservó unas vidas que alguien puede considerar inmerecidas, pero se les encarceló hasta ver lo que la justicia del Estado decidiría una vez terminada con la victoria de la República la contienda que se iniciaba [...].
Pero ante el rico propietario, ante el heredero de una familia que durante siglos se venía transmitiendo de padres a hijos la casi íntegra riqueza de aquel término municipal, Lora del Río tomó otra decisión. [...] Y en una telúrica ondulación de furor ancestral, roto por nosotros el embalse nacional de la paz, aquel pueblo se desbordó por nuestra brecha y mataron al déspota que allí era el culpable físico de la miseria general. [...] En mi condición de combatiente franquista puedo y debo afirmar que cualquier muerte —cabezas en la zona republicana, y masas en la nuestra— fueron y son de nuestra única responsabilidad de sublevados, desencadenando un milenario torrente que a duras penas y con extraordinario mérito la República encauzaba por la Ley y el Derecho. En síntesis, la sublevación de las derechas no hizo otra cosa que cristalizar una oportunidad para el pueblo español —que éste no explotó totalitariamente como nosotros— para acabar —«todos a una»— desembarazándose de los que católica, tradicional y legalmente los venían a su vez matando desde tiempo inmemorial.
El «Santo Tribunal» había terminado su tarea. Quedaba la de matar a los condenados. Pero todo esto implicaba para muchos de nosotros —requetés sin graduación alguna— un cierto trabajo no exento de molestias. Había que vigilar a aquellos centenares de presos, más otros enojos propios del caso. [...]
Me dediqué a saquear los humildes habitáculos familiares de aquellos mismos que iban a morir.
( Continua en Parte II)

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