lunes, 26 de diciembre de 2011

Los soldados con los obreros, los generales con los banqueros. «Crónicas pre-necrológicas de un régimen», Pablo Harri (1975) 2ª Parte

 «No se mata por matar, ni siquiera Franco. Se mata por algo, para algo. Y se está en el poder a los 82 años y en ruina física por algo y para algo. Aun con la cierta autonomía real que el aparato político adquiere sobre la formación social a que responde y de la que esa formación no se sacude exacta­mente cuando quiere y de una manera mecánica, el aparato político del franquismo obedece a las necesidades de la reacción de las fuerzas sociales a que res­ponde, y Franco es una parte, una parte muy importante, de su propio aparato político e ideológico; el franquismo existe y se mantiene porque existe y se man­tiene Franco que a su vez políticamente existe y se mantiene porque existe y se mantiene el franquismo, ambos y así nece­sariamente correspondientes y necesarios para unas clases en un momento histó­rico .La venganza es necesaria, las eje­cuciones no son una acción política ais­lada y necesaria para terminar con el «terrorismo»; ese tipo de lucha tiene difí­cil fin y eso se sabe. »


El ejército está detrás y no hay que con­fundir las cosas. Cierto, se detiene a mili­tares, se exila un capitán de aviación, se hacen declaraciones desde París en las que se manejan unas cifras que muchos observadores consideran exageradas —ochocientos miembros de la unión mili­tar democrática—, y se utilizan estos da­tos para contratar y para pactar. El ene­migo se reduce, son cuatro ultras en torno al Pardo, hasta el ejército es ya —o va a serlo muy pronto— democrático. Todos juntos contra un solo hombre malo, el general del Pardo, «el demonio de los ma­res», o por lo menos de los ríos salmone­ros, con lenguaje de este comic interesado que el reformismo pretende desarrollar como análisis de las fuerzas reales en pre­sencia. Pero no es una historieta, sino la historia. Y la historia va escribiéndose de manera diferente, ante la que toda defor­mación supone interés o error. Si hay error, la denuncia constante exige poner ante los ojos del movimiento obrero el burdo desvío de la realidad que se está planteando. Si se trata de intereses en juego, ¿los intereses de quién? La denun­cia, puesto que no son los intereses de clase de ese movimiento los que llevan a apoyar una política que apuntale las vaci­laciones de la burguesía del cambio, tiene un doble supuesto, además de una urgen­cia que la hace inaplazable y de una exi­gencia que la tiene que hacer permanente: el efecto de clarificación en cuanto recha­zo de unas tesis y una práctica política contrarias a los intereses objetivos del proletariado y capas populares, y el efecto educativo del análisis y verificación de su contenido real. Si se refuerzan los orga­nismos y plataformas interclasistas, se abre un crédito a los intereses no ya aje­nos, sino contrarios, los intereses antagó­nicos precisamente; si se pretende el refor­zamiento de las organizaciones de masas, el camino es el inverso al elegido por los movimientos reformistas, pues no parece que pueda hacerse más que a través de la autoorganización y la comprensión extensiva de que la iniciativa en la lucha dará su dirección, y mediante acciones unitarias de clase.

Y respecto al ejército, que asume institucionalmente la repre­sión a los niveles más altos, la respuesta correcta no parece que sea esperar a que los supuestos, o reales, ochocientos ofi­ciales demócratas crezcan, asciendan, se impongan y contemplen la autodestrucción del aparato militar del Estado bur­gués, que es su autodestrucción social, sino todo lo que se desprende de esa frase, tomada en préstamo como título, que resume las consignas de la hoja repartida por los cuarteles de Euskadi:
«Compañeros soldados: Ayer se celebró en Bur­gos el Consejo de guerra contra Garmendia y Otaegui. El fiscal militar pide para ellos la pena de muerte. A través de este juicio farsa contra dos hijos del pueblo vasco, el ejército aparece de nuevo implicado en los proyectos criminales de Franco y los suyos. Vuestros jerifaltes suelen decir que «los mili­tares no se meten en política», que el ejército sirve «para defender a la nación de posibles ataques de potencias extranjeras». Este burdo cinismo contrasta fuertemente con lo que esta­mos viendo todos los días. ¿Qué hace en reali­dad el ejército?

—Llevar al matadero del Sahara a contingentes cada vez mayores de soldados de reemplazo para que defiendan con su sangre los fosfatos de cuatro ricachos y para que se ganen el odio del pueblo saharaui al que el franquismo niega su derecho de elegir libremente su destino. —Ayudar a los civiles, a los grises y al tribunal de Orden público a machacar a los luchadores antifranquistas, conduciendo al garrote vil a los revolucionarios que pasan por sus sinies­tros Consejos de guerra, como lo hicieron ayer con Salvador Puig, lo intentan hacer con Gar­mendia y Otaegui y lo intentarán después con Pérez Beotegui, Pablo Mayoral y sus compañe­ros del FRAP, Eva Forest, Antonio Durán... y con todos cuantos se atrevan a levantar su voz contra este régimen de explotación y terror. Esto pasa porque, en realidad, la misión del ejército no es otra que defender a los tiranos y a los capitalistas de la lucha, cada día más amplia, de la clase obrera y del pueblo contra la opresión y la explotación. Así, los oficiales que ponen en cuestión tímidamente esta «misión» son encarcelados (como ha pasado con los ocho capitanes de Madrid), mientras unos generales gorilas sueñan con poder utilizar a sus regi­mientos para emular contra el pueblo las haza­ñas de Franco y Pinochet.

¡Hay que impedir que este ejército de guerra civil lleve a la muerte a Garmendia y Otaegui! ¡Los trabajadores y el pueblo ya han empezado a luchar para salvar sus vidas: con la Huelga General de Ondarroa y Gernika, los paros de Altos Hornos, General eléctrica, Babcock, Banca... con manifestaciones en Zarauz, en Hernani, en Lekeitio, las numerosas acciones en todos los barrios y pueblos de Vizcaya y Gui­púzcoa, con las huelgas de hambre que man­tienen 290 presos políticos de Basauri y otras cárceles... En su nombre, en el de la clase obrera y el pueblo, os llamamos también a voso­tros, compañeros soldados: Obreros, empleados, estudiantes, campesinos de uniforme. ¡¡Unios a nuestra lucha para salvar a Garmendia y Otaegui!! ¡¡Organizaos en vues­tros cuarteles para discutir las formas de apoyar a los trabajadores y al pueblo!! ¡Abajo las pe­nas de muerte! ¡Fuera los Consejos de guerra! Libertad para todos los presos políticos! ¡Liber­tad para los militares encarcelados! ¡¡Los generales con los banqueros, los soldados con los obreros!! Comité provincial de Vizcaya de LCR-ETA VI.»
Los Consejos de guerra, de esa tanda que se pretende la primera con la promesa de un trágico «continuará», terminan con un balance sorprendente para muchos, y aun realmente para todos si se sitúan en el múltiple marco del año en que esto ocurre, del continente en que tiene lugar, del tiempo transcurrido desde el fin de la guerra civil, etc. Once penas de muerte por delitos políticos, en Consejos de gue­rra en los que ninguna norma jurídica ha sido respetada, es una cifra poco fre­cuente; once penas de muerte en unos Consejos de guerra en los que no se ha podido demostrar que mataran pero tam­poco se ha podido demostrar que no ma­taran que era la propuesta del poder, y aun que no pertenecían a ninguna organi­zación, sobrepasa la medida incluso para el franquismo. Pero es posible aunque re­sulte difícil creerlo, y en el otoño de 1975 se anuncian once penas de muerte que proponer a la firma de Franco mientras su prensa —rotos los espejos— considera un payaso sangriento a Idi Amin Dada de Uganda. Once penas de muerte que no se cumplirán, dicen algunos. Que se cumpli­rán en proporciones variables, aseguran otros. Porque como Herrera Esteban ministro de Información que no venía a cerrar nada que estuviera abierto y por poco nos pone esparadrapos en los ojos, acreditándose con prontitud en el difícil record de ser uno de los hombres del régimen que menos verdades ha conse­guido decir desde un cargo oficial, afirma en una rueda de prensa: «El embarazo de las dos condenadas a muerte no ha sido contemplado por el gobierno», cuan­do se le pregunta por los posibles indul­tos, o conmutaciones, de los condenados. Lo cual, además de la brutalidad que a simple vista denota la frase supone la disposición a transgredir su propio Código penal que sí contempla el embarazo de una condenada a muerte. Los Consejos de guerra resumen su tarea paródicamente justiciera en esas once condenas. De ellas, hay que repetirlo por­que la España negra ha vuelto a escupir en el suelo, dos mujeres, una comprobadamente embarazada, se dice que las dos, y un hombre gravemente enfermo, irrecu­perablemente disminuido en su capacidad mental.
La venganza.

Hubo rumores al anochecer del viernes 26 de septiembre, y en algunos lugares el pueblo se echó a la calle. Se confirmaron en la atónita mañana del 27, un sábado triste con ojos rojos y mucha rabia. Cinco condenados habían sido ejecutados; es decir, cinco presos políticos habían sido asesinados. Se había cumplido la ame­naza. Se había, en realidad, cumplido la venganza. Si hablar únicamente de ven­ganza parece frivolizar políticamente la cuestión, no lo es tanto si se aclara que se trata de una venganza histórica y colec­tiva, no de una represalia personal llevada a cabo en un momento de ira o de temor. La ira y el temor existen también, pero las órdenes de ejecución que Franco fir­ma están muy bien pensadas, aunque pre­vistas muy mal las consecuencias. Franco, en ese momento, tiene ochenta y dos años y le faltan dos meses y cuatro o cinco días para cumplir ochenta y tres, la enfer­medad de Parkinson y otras dolencias que arrastra desde el verano de 1974, la salud arruinada y apenas se le oye pues su amanerada vocecita de mozo de serrallo se ha encogido; pero todo ello no le hace plantearse la vida humana ajena de ma­nera diferente, ni la política que repre­senta con otras posibilidades menos trá­gicas. El tierno abuelo de mentón flácido y ojos llorones ni siquiera odia, de eso se encargan quienes le rodean, que le han descargado de las rudas tareas del espí­ritu; quismo obedece a las necesidades de la reacción de las fuerzas sociales a que res­ponde, y Franco es una parte, una parte muy importante, de su propio aparato político e ideológico; el franquismo existe y se mantiene porque existe y se man­tiene Franco que a su vez políticamente existe y se mantiene porque existe y se mantiene el franquismo, ambos y así nece­sariamente correspondientes y necesarios para unas clases en un momento histó­rico .La venganza es necesaria, las eje­cuciones no son una acción política ais­lada y necesaria para terminar con el «terrorismo»; ese tipo de lucha tiene difí­cil fin y eso se sabe. Desde la promul­gación del decreto-ley hasta los primeros días de octubre, se producen los siguien­tes atentados admitidos oficialmente: 14 de septiembre, muere un Policía Arma­do en Barcelona; 30 de septiembre, dos Po­licías Armados son heridos gravemente en el curso de un atraco a la Residencia de la Seguridad Social que produce una ga­nancia de 21 millones de pesetas a sus autores, uno de los policías muere pocos días después; 1 de octubre, tres Policías Armados muertos y uno herido grave, en Madrid; 6 de octubre, tres guardias civiles muertos y dos heridos de gravedad en un atentado en Oñate (Guipúzcoa). Estas dos últimas acciones, 1 y 6 de octubre, son respuestas a los cinco fusilamientos del 27 de septiembre.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Los soldados con los obreros, los generales con los banqueros. «Crónicas pre-necrológicas de un régimen», Pablo Harri (1975) 1ª Parte

[...] El ejército cumple un cometido represivo hasta ese momento, y lo cumple, según los generales, no sólo por obligación sino con satisfacción: «Detrás de vosotros estamos nosotros», dirá el ministro del Ejército, Coloma Gallegos, a la Guardia civil y cuerpos de policía en una gira por Euskadi para levantar la moral y resta­blecer la disciplina de estas fuerzas, entre las que cunde cierto desánimo. En Vizcaya y Guipúzcoa son numerosas las peticiones de traslado «por motivo de salud» de guardias civiles destacados en los pueblos, en los que viven en completo aislamiento ellos y sus familiares con respecto a los demás vecinos que ni siquiera, en muchas localidades, Ies dirigen la palabra; fami­lias bloqueadas por el enorme silencio que les rodea, congeladas en el desprecio, el odio y el temor, complementarios casi siempre, por su actuación, por una pre­sencia que ha pasado de la arrogancia des­pectiva de la época en que se movían como ocupantes de un pueblo vencido a un visible sentimiento de temor y de odio, también complementarios entre sí y con respecto a los mismos sentimientos en el pueblo.[...]

«Ahora vivimos tiempos de paz, a pesar de que existe un enemigo latente, que no merece ni tan siquiera ese calificativo, porque son una especie de ratas de alcan­tarilla» dijo el entonces Capitán general de la VII Región (Valladolid), Pedro Merry Gordón, por los alrededores del primero de mayo de 1975; ya que para los tenientes generales sin excepción el Pri­mero de mayo es el día de celebración, una fiesta y un recuerdo de que la lucha continúa, de todas las ratas de alcanta­rilla del mundo, ratas de las que noso­tros no somos más que una «especie de». Se podrían citar cientos de textos, Franco incluido, del miedo y el asco de los gene­rales como institución hacia la clase obrera y sus aliados, asco y odio paliados por el miedo a su fuerza y la necesidad de su esfuerzo. Se podría, pero, además de que son de sobra conocidos, cada día añade alguno. La función represiva, que a tantos militares disgusta según los ru­mores interesados, y que a algunos mili­tares disgusta realmente como individuos, es tarea antigua en el ejército español, perfectamente aceptada y asumida con conciencia de lo que representa y los fines que persigue. Así ha sido, así ha venido siendo, así es por el momento a pesar de las excepciones individuales de las que surgen luego bulos aprovechados por los planteamientos reformistas de un ejército bueno en comparación y contrapuesto con un ejército malo; y subrayo ejército por­que sigo teniendo que repetir ad nauseam lo del ejército como institución para evi­tar que alguien, otra vez, me diga que él conoce a un capitán que echa pestes de Franco y que por tanto sólo los izquier­distas niegan la existencia de militares de­mócratas. Esa función represiva alcanza su punto más alto, o más significativo, actualmente en los Consejos de guerra contra militantes políticos, a los que hasta ahora nunca se han negado. La época dramática del franquismo agó­nico se abre con el que tiene lugar en Bur­gos contra Garmendia y Otaegui. Sobre este Consejo dice un informe redactado por un grupo de abogados:
«Concurre la circunstancia de que Garmendia fue abatido y apresado en San Sebastián el día 28 de agostó de 1974. Una bala le atravesó los lóbulos parietales del cerebro, provocando pér­dida de la masa encefálica. A consecuencia del mismo, fue ingresado en la Residencia Nuestra Señora de Aránzazu de la Seguridad Social, en San Sebastián, permaneciendo inconsciente du­rante varias semanas. Posteriormente fue tras­ladado al Hospital Penitenciario de Carabanchel, siendo intervenido quirúrgicamente en el mes de octubre de 1974. Permaneció en absoluta incomunicación con los demás presos, familia­res, etc., hasta el día 27 de diciembre de 1974. Durante este tiempo sufrió interrogatorio del juez militar y de funcionarios de la Brigada político social, siendo las declaraciones presta­das en tales circunstancias la base sobre la que se articula la acusación fiscal. Su estado físico, según certificación medica expedida por el doctor Arrazola Silió, jefe del Servicio de Neurocirugía de la Residencia Nuestra Señora de Aránzazu, dice que Garmendia presenta «trastornos motores, de desorientación espaciotemporal, afasia e importantes trastornos ideomotores, pérdida de comportamiento categorial [...]» está imposibilitado para leer y escri­bir con corrección y su estado físico es de defi­ciencia mental, no recuperable.

Concurre la circunstancia de que Otaegui fue detenido el 7 de noviembre de 1974, a raíz de las declaraciones prestadas por Garmendia en las condiciones anteriormente señaladas. Concurre la circunstancia de que los artículos 567 y 568 del Código de Justicia militar disponen las medidas relativas a la averiguación del esta­do mental del procesado, con preceptivos infor­mes de peritos médicos, y si el estado de demen­cia sobreviniere con posterioridad a la comisión del supuesto delito, la suspensión y el archivo de las actuaciones en tanto el procesado no recobre la salud, siendo así que el Ministerio fiscal juridico-militar en su escrito de conclu­siones provisionales, no solicita la práctica de prueba alguna en torno al esclarecimiento de tan fundamental extremo. Sí, en cambio, lo ha solicitado la defensa del procesado, encontrán­dose en la actualidad paralizado el curso nor­mal del proceso, en tanto no se resuelva dicha cuestión previa.
Concurre la circunstancia de que, una vez más, va a ser un Tribunal Militar quien enjuicie la conducta política de dos civiles, que, una vez más, se pida la pena de muerte para dos mili­tantes de organizaciones políticas, y que, esta vez, se produce con ocasión del establecimiento de la declaración de estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa y con declaración de mate­ria reservada a toda información política sobre ambas provincias.»
Garmendia y Otaegui son condenados a muerte. Garmendia como supuesto autor de la muerte del cabo de la Guardia civil Posadas Zurrón, de la brigada llamada de información pero en realidad su propia «policía política», Otaegui, por haber aco­gido a Garmendia en su casa. Sigue el Consejo que tiene lugar en el acuartelamiento de «El Goloso», cerca de Madrid, tomado como en una operación de guerra, contra seis militantes del FRAP. La prensa, a través de agencia, dirá con el mayor respeto y el mayor miedo pues rige el decreto-ley antiterrorismo:

«El procedimiento se inició por trámites ordi­narios, pero en virtud de lo establecido en el artículo 12 del decreto-ley sobre Terrorismo, al ser elevada la causa a plenario ha sido conti­nuada por procedimiento sumarísimo. Al comenzar el juicio fue denegado el inci­dente de recusación planteado por los aboga­dos defensores de los procesados. Se procedió a la lectura del «apuntamiento», resumen de las acusaciones que se imputan a los procesados y de las actuaciones llevadas a cabo por las auto­ridades para el esclarecimiento de los hechos, lectura que duró breves minutos. Durante esta lectura varios de los defensores hicieron algu­nas observaciones al presidente del Tribunal, que les apercibió para que no realizaran inte­rrupciones.

Cuando por tercera vez los abogados volvieron a interrumpir la lectura del «apuntamiento» el presidente lesordenó abandonar la sala, ocu­pando el estrado los abogados codefensores en virtud de lo establecido en el reciente decreto- ley sobre Terrorismo. Como los codefensores volvieran a realizar interrupciones, el presidente del Consejo de guerra les ordenó asimismo aban­donar la sala, quedando únicamente en estra­dos el letrado don Pedro González, defensor del procesado Fonfría, siendo sustituidos los demás por abogados  defensores militares nom­brados de oficio.»

Fueron condenados a la última pena: Con­cepción Tristán, María Jesús Dasca, Caña­veras de Gracia, Sánchez Bravo y García Sanz por la muerte del teniente de la Guar­dia civil Pose Rodríguez.
En ninguno de los casos se prueba nada de lo afirmado por el fiscal. A él le bas­tan los informes policiales y las declara­ciones firmadas en comisaría por los acu­sados. Siguen los Consejos de guerra sumarísimos, uno contra cinco militantes del FRAP: Manuel Blanco Chivite, Baena, Fernández Tovar, Pablo Mayoral y Fer­nando Sierra. Según la prensa:
«La defensa hizo constar que se les ha impo­sibilitado la defensa al denegarles el juez nume­rosas pruebas propuestas: documentales, peri­ciales y testificales, y que, en consecuencia, les era imposible realizar su misión limitándose su actuación a poner de manifestó al Consejo de guerra las dificultades encontradas. Entre las pruebas denegadas están: la prueba dactilográfica del arma utilizada en el hecho enjuiciado, arma que no fue remitida al Juzgado militar, que determinaría quién la manejó. Otro abo­gado manifiesta que, al no habérsele permitido aportar elementos de prueba, es lógico que pre­gunte: ¿Cuál es el papel de la defensa? Otro abogado manifiesta que se han omitido las pruebas que hubieran podido permitir descu­brir al verdadero autor o autores de los hechos. Los defensores coincidieron en afirmar que la acusación pide que se condene a los procesados sólo por sus declaraciones. El fiscal respondió que «la confesión es prueba por sí misma», a lo que la defensa pidió que se leyera el artículo 552 del Código de Justicia militar, cuyo texto dice: «El juez instructor practicará las diligen­cias que conduzcan a la comprobación del delito y sus circunstancias, aunque el procesado con­fiese ser autor del mismo», lo que no fue esti­mado pertinente por el Tribunal.»
Otro consejo de guerra sumarísimo contra Juan Paredes Manot, Txiki, acusado de atraco a una sucursal urbana del Banco de Santander en Barcelona, «acto delic­tivo en el que resultó muerto el cabo pri­mero de la Policía Armada, Ovidio Díaz López», y por la resistencia que opuso al ser detenido. Dice la agencia Cifra:
«Posteriormente se pasó a la prueba testifical, en la cual dos inspectores de la Brigada de Investigación Social de Barcelona reconocieron a Txiki, por haberle visto cuando huía del Banco, mientras que el conductor y uno de los componentes de la dotación de Policía Armada, que mandaba el cabo primero fallecido, al ser interrogados por el fiscal militar y el abogado defensor, afirmaron rotundamente haber visto cómo Juan Paredes había disparado contra el agente de las fuerzas de orden público que resultó muerto.»
Porque la policía que detiene, que inte­rroga, que tortura, que fuerza las decla­raciones necesarias, que formula en reali­dad la acusación que el fiscal se limitará a leer en cierta forma parajurídica, es también la que después, en el Consejo de guerra, hace de testigo, reconoce al acu­sado y listo el asunto. Demasiado grotesco si no hubiera vidas por medio, si no hu­biera años de cárcel, si no hubiera repre­sión; si no se tratara del anhelo delirante de continuar a cualquier precio, de la antigua vesania del viejo dictador podrido en vida. Pena de muerte. Los procedimientos sumarísimos no de­jan lugar a «trucos legales», como defi­nen a las defensas la policía y la extrema derecha en sus octavillas de «guerra sico­lógica». Porque el sumarísimo limita el número de testigos de la defensa, faculta a la autoridad judicial para que el vocal ponente que vaya a asistir al Consejo pre­sencie todas las diligencias desde la ini­ciación del procedimiento, da cuatro ho­ras de plazo para el estudio del sumario y calificación de los defensores y dos ho­ras para presentar alegaciones tras la vis­ta; porque el sumarísimo convierte un juicio político en un acto cuartelero disci­plinario y ejecutivo, pero con sujetos ci­viles y consecuencias tan absolutas como funestas. Nada de lo que se entiende por «el imperio de la ley». Ni siquiera de su ley.

El ejército cumple un cometido represivo hasta ese momento, y lo cumple, según los generales, no sólo por obligación sino con satisfacción: «Detrás de vosotros estamos nosotros», dirá el ministro del Ejército, Coloma Gallegos, a la Guardia civil y cuerpos de policía en una gira por Euskadi para levantar la moral y resta­blecer la disciplina de estas fuerzas, entre las que cunde cierto desánimo. En Vizcaya y Guipúzcoa son numerosas las peticiones de traslado «por motivo de salud» de guardias civiles destacados en los pueblos, en los que viven en completo aislamiento ellos y sus familiares con respecto a los demás vecinos que ni siquiera, en muchas localidades, Ies dirigen la palabra; fami­lias bloqueadas por el enorme silencio que les rodea, congeladas en el desprecio, el odio y el temor, complementarios casi siempre, por su actuación, por una pre­sencia que ha pasado de la arrogancia des­pectiva de la época en que se movían como ocupantes de un pueblo vencido a un visible sentimiento de temor y de odio, también complementarios entre sí y con respecto a los mismos sentimientos en el pueblo.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El cambio del régimen. El estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa de abril a julio de 1975. Segunda Parte.

Dictadura de excepción», Pablo Harri)
«Al margen de la asimilación o no de las respuestas violentas individuales o minoritarias al terrorismo institucionalizado, al margen de la corrección o incorrección política de la violencia separada de las masas, que son problemas que tienen su propio análisis en su lugar concreto, la verdad es que, en general, las acciones de ETA-V han tenido siempre unos objetivos seleccionados acogidos por la opinión popular con, por lo menos, un respiro de alivio al margen de las consideraciones políticas precisas: Manzanas, torturador tan conocido que ha sido admitido así por compañeros suyos de la policía destacados en Guipúzcoa; Carrero Blanco, cuya biografía es un reguero de violencia y represión sañuda contra sus adversarios de cualquier color e idea, uno de esos típicos «animales de violencia» que paren estos regímenes monstruosos; el inspector Morán, que se jactaba públicamente, él y algún miembro de su familia, de haber liquidado a Txikia (Eustaquio Mendizábal) en una trampa; Díaz Linares, muy conocido torturador de San Sebastián, especializado por no se sabe qué oscuros resentimientos en maltratar a universitarios; el subteniente de la Guardia civil de Mondragón conocido como «el chino», de quien el propio ayuntamiento de Mondragón había pedido el traslado por su reconocida brutalidad; el cabo de la Guardia civil, de la brigadilla de información, Posadas Zurrón, otro maniático que disfrutaba haciendo sufrir; o confidentes de la policía y Guardia civil que, como Arguimberri y Elejalde, por dinero y odio habían enviado a la cárcel para decenas de años a numerosos luchadores vascos. ¿Qué persona decente podía, en esas condiciones, asustarse por las acciones de ETA-V? En cambio, millares de personas honradas se vieron con los brazos en alto, contra la pared, amenazadas por metralletas listas para disparar, golpeadas por tener el carnet de identidad caducado ¡por dos días!; contemplaron cómo sus novias y mujeres eran manoseadas en público, con una mano del «agente del orden» recorriéndolas  mientras encañonaban con la otra a su acompañante.»


Éxito policíaco relativo, fracaso político absoluto.

La dictadura, que crea excepciones a su misma excepcionalidad, plantea su intervención violenta en Euskadi de abril a julio de 1975 como una operación policiaca y como una operación política. El éxito de la operación policiaca conviene observarlo en dos planos. Si por éxito se entiende anegar un país en policía y crear un ambiente de terror, con las calles vacías, las noches abandonadas por los habitantes, el nerviosismo y el temor colectivo, las prisas por llegar al domicilio, a un domicilio que no ofrecía tampoco seguridad pues en cualquiera y con cualquier pretexto entraban los policías y a la menor demora derribaban la puerta; si el propósito, objetivo y fin de la operación, era demostrar la brutalidad del sistema y significar que esa brutalidad lo alcanza todo y alcanza a todos, salvo la minoría en el poder, la operación policiaca fue un éxito.

Si por el contrario, la operación planeaba desmontar las organizaciones clandestinas, tanto ETA-V, que era el pretexto aireado, como las demás, las organizaciones obreras y de masas, la operación policiaca no alcanzaba ninguna meta notable. En pleno estado de excepción se organizaron jornadas de lucha con respuestas calificadas; mucho más calificadas contempladas dentro del cuadro descrito y las condiciones creadas. Las organizaciones crecen tras las acciones y, aunque se desmonten aparatos, se rehacen. Se cierran sus filas y se fuerza el sigilo, pero en torno a las que mantienen la lucha y coordinan constantes propuestas de intervención y respuesta se produce el crecimiento tanto en extensión activista como en profundización de la conciencia revolucionaria. Las organizaciones que plantean con mayor claridad la lucha consiguen la extensión de las adhesiones, a ellas en particular o en general a la lucha. Y frente a los hechos, las opciones reformistas saltan en muchos ocasiones, desbordadas por su base. Algo de esto sospechaba el poder, o más bien, lo sabía; la amplitud del movimiento, su rápida maduración y su fuerza creciente, es un dato que no dejan de valorar. Y por ello el estado de excepción no se dirigió en su aspecto espectacular —sí en las detenciones, en las represalias contra dirigentes obreros y el rastreo de organizaciones— hacia el movimiento obrero, sino con ostentación hacia, y contra, la pequeña y media burguesía, de nostalgia nacionalista o veleidades liberales pero incapaz de asumir sus riesgos, y plenamente controlada además por las formas ideológicas de la represión fría. Al movimiento obrero y de masas se les persiguió, a la burguesía se la asustó, quizá esa fue la diferencia de actuación del ejército represivo que se abatió sobre Euskadi. Las bandas policiales, convertidas por su talante y brutalidad en una parodia de ejército de ocupación, maltrataron fundamentalmente a esas capas sociales.

En Vizcaya, en ningún pueblo de la margen izquierda —Baracaldo, Sestao, Luchana, Portugalete...—, cinturón obrero de Bilbao, las compañías de la llamada reserva general de la Policía Armada sometieron a la población a ese machaqueo sistemático de desalojo de establecimientos públicos y transportes, de horas con los brazos en alto contra la pared, de cacheos personales humillantes en la vía pública, de obligar a sujetar el carnet de identidad con los dientes mientras las manos se apoyaban contra la pared.

lunes, 12 de diciembre de 2011

El cambio del régimen. El estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa de abril a julio de 1975.

Dictadura de excepción», Pablo Harri)


Conclusiones a sacar: la excepción no es un recurso sino el estado natural de la dictadura; el recurso fue intentar crear lapsos de tiempo en los que la excepción se enmascaraba.
Balance el 25 de abril de 1975: el ascenso de las luchas exige a un sector de la burguesía volver a su origen; el sector que apoya ciegamente la dictadura militar, y de ella obtiene su supervivencia en el poder, necesita violencia sin mediaciones políticas formales. Entre dos modelos de «normalidad» elige el suyo propio, puesto que no ignora que otro puede ser una brecha por la que irrumpan las exigencias de las masas y arrastren el tinglado definitivamente. Otro sector de la burguesía seguirá creyendo que el regreso a las formas puras de la violencia que caracterizó al franquismo desde su origen y por su instauración, dificulta e incluso puede hacer imposible la continuidad del sistema que ellos cambiarían por la liquidación del régimen, hoy inservible. Se contraponen, simplificando a eslogan, el «así hasta donde lleguemos» al «aún estamos a tiempo». Gana la violencia.

Balance el 26 de julio de 1975: el estado de excepción decretado para Vizcaya y Guipúzcoa termina, tras un periodo de agudización del terror visible, con la sensación de un incierto triunfo policiaco y un demostrable fracaso político.

Euskadi: algunos hechos.
El Estado de excepción anuncia el regreso al clima de guerra de los años cuarenta, poco más o menos, pero aplicado en un «tejido social» bien distinto y localizado en Euskadi en un primer momento. Su intencionalidad es la misma, pero la nueva situación histórica, ese tejido social diferente y esa diferenciación agudizada en Euskadi, recorta desde su nacimiento la ofensiva, que se convierte, objetivamente, en una ofensiva a la defensiva; a la vez que traslada todos los niveles de represión fría —económicos, sociales, ideológicos, culturales, etc.— a la represión caliente. Por una parte, el estado de excepción no hace más que organizar y ejemplarizar formas represivas que han comenzado ya en ámbitos como el de la creación de conciencia-opinión, comunicación, etc., en la escalada amordazadora de una opinión que comenzaba a dejarse oir de alguna manera, bien suave, cierto, dentro de cauces bien estrechos, cierto también, pero señalando la inevitabilidad de la degradación informativa de la dictadura; señalando las contradicciones que salían a la luz como reflejo, borroso aún, de las que estallaban en el interior de la dictadura. Algo es algo, decía el ciudadano medio que nunca había tenido nada de nada; por eso ha habido necesidad de limitarlo.

La 'liberación' de Lora del Río. II Parte.

1936. El comienzo de la matanza.

El texto que sigue fue entregado por su autor en la redacción de «Ruedo Ibérico» allá por el año 1965, sin querer revelar mas datos, a manera de «descargo moral» y tranquilidad de conciencia. Manifestaba ser uno de los afortunados por el régimen franquista, y su deseo incumplido de haber podido redactar crónicas mas amplias. Sirva como testimonio, uno más, de la guerra que el capital desató contra obreros y campesinos en España. Su extrema dureza no debe ser contemplada desde el sentimentalismo ni desde el hipocrita humanismo democrático con que la burguesía nos bombardea desde todos sus medios de información, sino como descripción de un episodio de la lucha de clases en su forma más violenta.


...Me dediqué a saquear los humildes habitáculos familiares de aquellos mismos que iban a morir.
Se me crea o no, personalmente, a mí no se me hubiera ocurrido jamás canallada tan incalificable. No he sido ni nunca me consideraré un santo ni mucho menos; pero por mi propia iniciativa, a los dieciocho años de aquella ingenuidad mía rayana en la imbecilidad senil del ambiente tradi- cionalista, yo era incapaz de generar una idea así ni de ponerla en acción. No obstante, fui a saquear.
Si el lector me admite una disculpa, podría decirle —si lo recordase— el nombre y apellidos de quien me inició, pero recuerdo que era originario de Algeciras y no olvidaré su rostro, tal fue la impresión que aquello me causaba en lo profundo de la conciencia, sin que yo entonces fuera consciente de ello ni pensar que me afloraría con esta nitidez y pesar treinta años después.
Valga o tampoco valga, también creo que si yo entonces lo hubiera pensado un poco, aquellos saqueos en que me iniciaba, los habría considerado probablemente de lo más natural del mundo. Todo esto lo pienso ahora, al entrar en la edad humana característica para reflexionar. Entonces yo no creo que mi edad fuera para andar en ello. Incluso creo que a partir de iniciarse la guerra civil, dejé de pensar. [...] Viví aquellos tres años de la guerra más el doble de posguerra en un clima de guerra, como envuelto en una atmósfera de una espesura especial, como si de repente me hubiera hundido en algo viscoso, adhesivo y aislante, algo así como la ceguera de ideas, la ausencia de sensibilidad y el desate de pasiones con que se debían de matar entre sí los hombres de las cavernas. Con razón, pues, el pueblo español nos motejaba de «cavernícolas» a las derechas [...].

La 'liberación' de Lora del Río. I Parte.

1936. El comienzo de la matanza.
El texto que sigue fue entregado por su autor en la redacción de «Ruedo Ibérico» allá por el año 1965, sin querer revelar mas datos, a manera de «descargo moral» y tranquilidad de conciencia. Manifestaba ser uno de los afortunados por el régimen franquista, y su deseo incumplido de haber podido redactar crónicas mas amplias. Sirva como testimonio, uno más, de la guerra que el capital desató contra obreros y campesinos en España. Su extrema dureza no debe ser contemplada desde el sentimentalismo ni desde el hipocrita humanismo democrático con que la burguesía nos bombardea desde todos sus medios de información, sino como descripción de un episodio de la lucha de clases en su forma más violenta.

Yo habría podido asistir al Consejo de guerra sumarísimo. Yo era tan franquista y combatiente como cualquiera de mis superiores, conocidos o amigos que constituían el tribunal. Pero no me interesó, y tampoco hubiera entendido mucho. En aquel reciente julio de 1936 acababa yo de cumplir dieciocho años; era el clásico campesino casi analfabeto. [...] Pero si no puedo relatar el rápido desarrollo de aquel proceso de urgencia, intentaré exponer la impresión que conservo de su ambiente al cabo de un rato que estuve de mirón
El Consejo de guerra se celebraba en el Salón de sesiones del Ayuntamiento de Lora del Río —el Guadalquivir—, provincia de Sevilla. Era un día de principios de agosto de aquel mismo año en que la extrema derecha española organizó, al fin, la guerra de exterminio más implacable que ha sufrido el pueblo español, y la más vil e inhumana de la historia. Y digo esto con la autoridad del que conoce la universal y preparó e hizo contra los españoles la llamada «Cruzada de liberación». Hacía el calor atroz, húmedo y pegajoso de los días de san Lorenzo en las vegas hispalenses de Andalucía la Baja. Y en el Salón de sesiones reinaba una atmósfera oscura, asfixiante, agobiosa.
Recupero hoy todo aquel triste escenario, con las boinas, los uniformes y botas altas de aquella década misma en que comenzaría una guerra mundial que acabaría atómica y en Nurenberg, y es en mi recuerdo actual í como un gran cuadro de esos del siglo XVI, que sin más valor que el histórico, yacen de cara a la pared en los desvanes de algunos museos. [...]
Quizás no me impresionó el grado de antigüedad ni el estilo arquitectónico del edificio municipal. Pero su Salón de sesiones era un local ténebre, de insuficientes y angostas ventanas para iluminar su gran capacidad, y un techo, no sé si artesonado, poderoso, negro, abrumador. Al fondo, bajo el dosel de la alcaldía, tras unas mesas renacentistas puestas una junto a otra, estaba el breve tribunal militar, compuesto por conocidos míos de la vida civil recién alterada y cuya sabiduría de los códigos era sin duda pareja a la mía. Lo presidía un tal Mencos, no sé si teniente o capitán de complemento de Artillería, y a quien recuerdo muy bien porque era un señorito de la burguesía sevillana con tantas pretensiones de aristocraticismo como incultura y brutalidad. No sé si habría algún asesor jurídico o alguna defensa. Pero ni siquiera habría sido necesario un fiscal. Nosotros, los «liberadores» de aquel pueblo en nombre de Dios, la Patria y el Rey, éramos los vencedores de aquellos procesados sumarísimamente. Hoy creo que si no recuerdo la existencia de un defensor es porque si éste hubiera existido habría sido, en realidad, tan fiscal acusador como todo aquel tribunal dispuesto de antemano a condenar sin remisión.
Después, de espaldas a mí, que estaba en la puerta, en dos grandes filas de bancos en las iglesias, donde hasta entonces y en auténtica tradición española se venía sentando aquel mismo pueblo para intervenir en las deliberaciones concejiles, amarrados de dos en dos por los puños, había unas trescientas personas de aquella misma ciudad, cuyo total de habitantes no subiría de tres mil.
Los había viejos y más jóvenes que yo. Vi algunas mujeres; unas, de cierta edad; otras, con menos. La mayoría —como de un pueblo únicamente agrícola— eran campesinos, pero también supe que había obreros, empleados e incluso titulados universitarios.
Guardaban este interior unos cuantos requetés, así como la puerta y la plaza. Y lo que mayor ahogo y angustia física le daba al local era la inmensa multitud de familiares de los presos que se apretaban para estar lo más cerca posible —por última vez— del padre, hermano, hijo o marido, y que se apretujaban aún más a la puerta, en su afán comunal de estar todos allí.
Nosotros, los rebeldes sublevados contra la paz y la legalidad constitucional, acusábamos de auxilio a la rebelión y procesábamos en Consejo de guerra sumarísimo a un pueblo que en defensa de la paz se había mantenido fiel a la Constitución del país legalmente establecida. Si éstos no son crímenes de guerra, el tribunal de Nurenberg tampoco debió existir.