lunes, 19 de diciembre de 2011

Los soldados con los obreros, los generales con los banqueros. «Crónicas pre-necrológicas de un régimen», Pablo Harri (1975) 1ª Parte

[...] El ejército cumple un cometido represivo hasta ese momento, y lo cumple, según los generales, no sólo por obligación sino con satisfacción: «Detrás de vosotros estamos nosotros», dirá el ministro del Ejército, Coloma Gallegos, a la Guardia civil y cuerpos de policía en una gira por Euskadi para levantar la moral y resta­blecer la disciplina de estas fuerzas, entre las que cunde cierto desánimo. En Vizcaya y Guipúzcoa son numerosas las peticiones de traslado «por motivo de salud» de guardias civiles destacados en los pueblos, en los que viven en completo aislamiento ellos y sus familiares con respecto a los demás vecinos que ni siquiera, en muchas localidades, Ies dirigen la palabra; fami­lias bloqueadas por el enorme silencio que les rodea, congeladas en el desprecio, el odio y el temor, complementarios casi siempre, por su actuación, por una pre­sencia que ha pasado de la arrogancia des­pectiva de la época en que se movían como ocupantes de un pueblo vencido a un visible sentimiento de temor y de odio, también complementarios entre sí y con respecto a los mismos sentimientos en el pueblo.[...]

«Ahora vivimos tiempos de paz, a pesar de que existe un enemigo latente, que no merece ni tan siquiera ese calificativo, porque son una especie de ratas de alcan­tarilla» dijo el entonces Capitán general de la VII Región (Valladolid), Pedro Merry Gordón, por los alrededores del primero de mayo de 1975; ya que para los tenientes generales sin excepción el Pri­mero de mayo es el día de celebración, una fiesta y un recuerdo de que la lucha continúa, de todas las ratas de alcanta­rilla del mundo, ratas de las que noso­tros no somos más que una «especie de». Se podrían citar cientos de textos, Franco incluido, del miedo y el asco de los gene­rales como institución hacia la clase obrera y sus aliados, asco y odio paliados por el miedo a su fuerza y la necesidad de su esfuerzo. Se podría, pero, además de que son de sobra conocidos, cada día añade alguno. La función represiva, que a tantos militares disgusta según los ru­mores interesados, y que a algunos mili­tares disgusta realmente como individuos, es tarea antigua en el ejército español, perfectamente aceptada y asumida con conciencia de lo que representa y los fines que persigue. Así ha sido, así ha venido siendo, así es por el momento a pesar de las excepciones individuales de las que surgen luego bulos aprovechados por los planteamientos reformistas de un ejército bueno en comparación y contrapuesto con un ejército malo; y subrayo ejército por­que sigo teniendo que repetir ad nauseam lo del ejército como institución para evi­tar que alguien, otra vez, me diga que él conoce a un capitán que echa pestes de Franco y que por tanto sólo los izquier­distas niegan la existencia de militares de­mócratas. Esa función represiva alcanza su punto más alto, o más significativo, actualmente en los Consejos de guerra contra militantes políticos, a los que hasta ahora nunca se han negado. La época dramática del franquismo agó­nico se abre con el que tiene lugar en Bur­gos contra Garmendia y Otaegui. Sobre este Consejo dice un informe redactado por un grupo de abogados:
«Concurre la circunstancia de que Garmendia fue abatido y apresado en San Sebastián el día 28 de agostó de 1974. Una bala le atravesó los lóbulos parietales del cerebro, provocando pér­dida de la masa encefálica. A consecuencia del mismo, fue ingresado en la Residencia Nuestra Señora de Aránzazu de la Seguridad Social, en San Sebastián, permaneciendo inconsciente du­rante varias semanas. Posteriormente fue tras­ladado al Hospital Penitenciario de Carabanchel, siendo intervenido quirúrgicamente en el mes de octubre de 1974. Permaneció en absoluta incomunicación con los demás presos, familia­res, etc., hasta el día 27 de diciembre de 1974. Durante este tiempo sufrió interrogatorio del juez militar y de funcionarios de la Brigada político social, siendo las declaraciones presta­das en tales circunstancias la base sobre la que se articula la acusación fiscal. Su estado físico, según certificación medica expedida por el doctor Arrazola Silió, jefe del Servicio de Neurocirugía de la Residencia Nuestra Señora de Aránzazu, dice que Garmendia presenta «trastornos motores, de desorientación espaciotemporal, afasia e importantes trastornos ideomotores, pérdida de comportamiento categorial [...]» está imposibilitado para leer y escri­bir con corrección y su estado físico es de defi­ciencia mental, no recuperable.

Concurre la circunstancia de que Otaegui fue detenido el 7 de noviembre de 1974, a raíz de las declaraciones prestadas por Garmendia en las condiciones anteriormente señaladas. Concurre la circunstancia de que los artículos 567 y 568 del Código de Justicia militar disponen las medidas relativas a la averiguación del esta­do mental del procesado, con preceptivos infor­mes de peritos médicos, y si el estado de demen­cia sobreviniere con posterioridad a la comisión del supuesto delito, la suspensión y el archivo de las actuaciones en tanto el procesado no recobre la salud, siendo así que el Ministerio fiscal juridico-militar en su escrito de conclu­siones provisionales, no solicita la práctica de prueba alguna en torno al esclarecimiento de tan fundamental extremo. Sí, en cambio, lo ha solicitado la defensa del procesado, encontrán­dose en la actualidad paralizado el curso nor­mal del proceso, en tanto no se resuelva dicha cuestión previa.
Concurre la circunstancia de que, una vez más, va a ser un Tribunal Militar quien enjuicie la conducta política de dos civiles, que, una vez más, se pida la pena de muerte para dos mili­tantes de organizaciones políticas, y que, esta vez, se produce con ocasión del establecimiento de la declaración de estado de excepción en Vizcaya y Guipúzcoa y con declaración de mate­ria reservada a toda información política sobre ambas provincias.»
Garmendia y Otaegui son condenados a muerte. Garmendia como supuesto autor de la muerte del cabo de la Guardia civil Posadas Zurrón, de la brigada llamada de información pero en realidad su propia «policía política», Otaegui, por haber aco­gido a Garmendia en su casa. Sigue el Consejo que tiene lugar en el acuartelamiento de «El Goloso», cerca de Madrid, tomado como en una operación de guerra, contra seis militantes del FRAP. La prensa, a través de agencia, dirá con el mayor respeto y el mayor miedo pues rige el decreto-ley antiterrorismo:

«El procedimiento se inició por trámites ordi­narios, pero en virtud de lo establecido en el artículo 12 del decreto-ley sobre Terrorismo, al ser elevada la causa a plenario ha sido conti­nuada por procedimiento sumarísimo. Al comenzar el juicio fue denegado el inci­dente de recusación planteado por los aboga­dos defensores de los procesados. Se procedió a la lectura del «apuntamiento», resumen de las acusaciones que se imputan a los procesados y de las actuaciones llevadas a cabo por las auto­ridades para el esclarecimiento de los hechos, lectura que duró breves minutos. Durante esta lectura varios de los defensores hicieron algu­nas observaciones al presidente del Tribunal, que les apercibió para que no realizaran inte­rrupciones.

Cuando por tercera vez los abogados volvieron a interrumpir la lectura del «apuntamiento» el presidente lesordenó abandonar la sala, ocu­pando el estrado los abogados codefensores en virtud de lo establecido en el reciente decreto- ley sobre Terrorismo. Como los codefensores volvieran a realizar interrupciones, el presidente del Consejo de guerra les ordenó asimismo aban­donar la sala, quedando únicamente en estra­dos el letrado don Pedro González, defensor del procesado Fonfría, siendo sustituidos los demás por abogados  defensores militares nom­brados de oficio.»

Fueron condenados a la última pena: Con­cepción Tristán, María Jesús Dasca, Caña­veras de Gracia, Sánchez Bravo y García Sanz por la muerte del teniente de la Guar­dia civil Pose Rodríguez.
En ninguno de los casos se prueba nada de lo afirmado por el fiscal. A él le bas­tan los informes policiales y las declara­ciones firmadas en comisaría por los acu­sados. Siguen los Consejos de guerra sumarísimos, uno contra cinco militantes del FRAP: Manuel Blanco Chivite, Baena, Fernández Tovar, Pablo Mayoral y Fer­nando Sierra. Según la prensa:
«La defensa hizo constar que se les ha impo­sibilitado la defensa al denegarles el juez nume­rosas pruebas propuestas: documentales, peri­ciales y testificales, y que, en consecuencia, les era imposible realizar su misión limitándose su actuación a poner de manifestó al Consejo de guerra las dificultades encontradas. Entre las pruebas denegadas están: la prueba dactilográfica del arma utilizada en el hecho enjuiciado, arma que no fue remitida al Juzgado militar, que determinaría quién la manejó. Otro abo­gado manifiesta que, al no habérsele permitido aportar elementos de prueba, es lógico que pre­gunte: ¿Cuál es el papel de la defensa? Otro abogado manifiesta que se han omitido las pruebas que hubieran podido permitir descu­brir al verdadero autor o autores de los hechos. Los defensores coincidieron en afirmar que la acusación pide que se condene a los procesados sólo por sus declaraciones. El fiscal respondió que «la confesión es prueba por sí misma», a lo que la defensa pidió que se leyera el artículo 552 del Código de Justicia militar, cuyo texto dice: «El juez instructor practicará las diligen­cias que conduzcan a la comprobación del delito y sus circunstancias, aunque el procesado con­fiese ser autor del mismo», lo que no fue esti­mado pertinente por el Tribunal.»
Otro consejo de guerra sumarísimo contra Juan Paredes Manot, Txiki, acusado de atraco a una sucursal urbana del Banco de Santander en Barcelona, «acto delic­tivo en el que resultó muerto el cabo pri­mero de la Policía Armada, Ovidio Díaz López», y por la resistencia que opuso al ser detenido. Dice la agencia Cifra:
«Posteriormente se pasó a la prueba testifical, en la cual dos inspectores de la Brigada de Investigación Social de Barcelona reconocieron a Txiki, por haberle visto cuando huía del Banco, mientras que el conductor y uno de los componentes de la dotación de Policía Armada, que mandaba el cabo primero fallecido, al ser interrogados por el fiscal militar y el abogado defensor, afirmaron rotundamente haber visto cómo Juan Paredes había disparado contra el agente de las fuerzas de orden público que resultó muerto.»
Porque la policía que detiene, que inte­rroga, que tortura, que fuerza las decla­raciones necesarias, que formula en reali­dad la acusación que el fiscal se limitará a leer en cierta forma parajurídica, es también la que después, en el Consejo de guerra, hace de testigo, reconoce al acu­sado y listo el asunto. Demasiado grotesco si no hubiera vidas por medio, si no hu­biera años de cárcel, si no hubiera repre­sión; si no se tratara del anhelo delirante de continuar a cualquier precio, de la antigua vesania del viejo dictador podrido en vida. Pena de muerte. Los procedimientos sumarísimos no de­jan lugar a «trucos legales», como defi­nen a las defensas la policía y la extrema derecha en sus octavillas de «guerra sico­lógica». Porque el sumarísimo limita el número de testigos de la defensa, faculta a la autoridad judicial para que el vocal ponente que vaya a asistir al Consejo pre­sencie todas las diligencias desde la ini­ciación del procedimiento, da cuatro ho­ras de plazo para el estudio del sumario y calificación de los defensores y dos ho­ras para presentar alegaciones tras la vis­ta; porque el sumarísimo convierte un juicio político en un acto cuartelero disci­plinario y ejecutivo, pero con sujetos ci­viles y consecuencias tan absolutas como funestas. Nada de lo que se entiende por «el imperio de la ley». Ni siquiera de su ley.

El ejército cumple un cometido represivo hasta ese momento, y lo cumple, según los generales, no sólo por obligación sino con satisfacción: «Detrás de vosotros estamos nosotros», dirá el ministro del Ejército, Coloma Gallegos, a la Guardia civil y cuerpos de policía en una gira por Euskadi para levantar la moral y resta­blecer la disciplina de estas fuerzas, entre las que cunde cierto desánimo. En Vizcaya y Guipúzcoa son numerosas las peticiones de traslado «por motivo de salud» de guardias civiles destacados en los pueblos, en los que viven en completo aislamiento ellos y sus familiares con respecto a los demás vecinos que ni siquiera, en muchas localidades, Ies dirigen la palabra; fami­lias bloqueadas por el enorme silencio que les rodea, congeladas en el desprecio, el odio y el temor, complementarios casi siempre, por su actuación, por una pre­sencia que ha pasado de la arrogancia des­pectiva de la época en que se movían como ocupantes de un pueblo vencido a un visible sentimiento de temor y de odio, también complementarios entre sí y con respecto a los mismos sentimientos en el pueblo.

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